Deja de marchitarse la flor que se marchita
BAJO las bulliciosas calles de Roma yace una ciudad en la cual hormigueaban en un tiempo más de tres millones de personas. Columnas desgastadas, murallas que se desmoronan y piedras amontonadas constituyen todo lo que queda de ella. Sus ruinas antiguas permanecen entre edificios modernos y calles pavimentadas como recordatorios mudos de la gente que caminaba por sus calles pero ahora forma parte del polvo de éstas.
Los residentes de aquella ciudad no eran muy diferentes de nosotros los que vivimos hoy en día. Tenían sus hogares, sus familias, sus negocios y sus placeres. Tenían los mismos sentimientos físicos y emociones y tenían sus planes y esperanzas como los tenemos nosotros. Pero igual que las flores que ahora brotan entre las ruinas de su ciudad y luego se marchitan, así ellos vivieron un corto tiempo y luego dejaron de ser. “En cuanto al hombre mortal, sus días son como los de la hierba verde; como una flor del campo es la manera en que él florece. Porque un mero viento tiene que pasar sobre ella, y ya no es más.”—Sal. 103:15, 16.
Pero ¿por qué debe ser la vida del hombre semejante a una flor que se marchita? ¿Por qué no puede ser semejante a una flor que nunca se marchite? ¿Por qué no puede durar un tiempo largo como el robusto árbol secoya? Puede, y lo hará. El que creó al hombre se propuso que así fuera cuando colocó a la primera pareja humana en un jardín. Fué la desobediencia voluntariosa del hombre lo que cambió todo. Pero esto no significa que los propósitos de Dios hayan fracasado. Nunca fracasan. “Así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí sin fruto.”—Isa. 55:11, Mod.
Dios proveyó el medio para que el hombre recuperara lo que la primera pareja perdió. Dispuso que Cristo diera el derecho que tenía a vida humana perfecta para abrirle el camino a vida eterna.
Es del todo justo que los que reciban el beneficio de ese sacrificio sean los que siguen el ejemplo de Cristo de obediencia y no el de Adán. Llegarán a ser como el árbol que goza de larga vida. “Como los días de un árbol, serán los días de mi pueblo, y mis escogidos agotarán el usufructo de la obra de sus manos.” (Isa. 65:22, Mod) Esta promesa se cumplirá bajo el reino de Dios.
Multitudes que hoy viven se contarán entre los habitantes de la tierra cuando la rija ese gobierno divino. Verán cumplidos los propósitos originales de Dios. En ese tiempo la humanidad, que actualmente es una flor que se marchita, dejará de marchitarse.