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  • ‘No consulté con la carne ni con la sangre’

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  • ‘No consulté con la carne ni con la sangre’
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1974
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  • SOLO, ENCARÁNDOME A UNA DECISIÓN IMPORTANTE
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  • YA NO CLANDESTINAMENTE
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1974
w74 1/2 págs. 90-94

‘No consulté con la carne ni con la sangre’

Según lo relató Emile Schrantz

AL REFLEXIONAR en los muchos años que he estado en el servicio de Jehová, un hecho es sobresaliente: “No me puse a conferenciar inmediatamente con carne y sangre.” Me parece que esas palabras del apóstol cristiano Pablo en Gálatas 1:16 pueden aplicarme a mí también. ¿Por qué? Porque al mismísimo principio de mi derrotero cristiano, así como muchísimas veces en mi vida, ‘no consulté con la carne ni con la sangre,’ sino con Dios y su Palabra.

Sin embargo, de joven sabía muy poco acerca de Dios. Crecí en la parte septentrional del Gran Ducado de Luxemburgo, que se llamaba Ösling; estábamos saturados de superstición. Por ejemplo, se hacían oraciones a ‘San’ Albin para proteger a las vacas de enfermedad y a ‘San’ Celsio para impedir accidentes y enfermedades de los caballos. Hasta orábamos a un ‘santo’ para que protegiera a los cerdos.

Mi padre, que era muy religioso, había cultivado en mí el deseo de ser sacerdote. Ya había servido de acólito durante la misa. Sin embargo, los acontecimientos subsiguientes a la primera guerra mundial habían sacudido su confianza en los sacerdotes. En cuanto a mí mismo, se me había dicho que cuando hiciera mi primera comunión a los doce años de edad, Dios se acercaría más a mí y sería el día más maravilloso de mi vida. Sin embargo, a pesar de preparación cabal, ese día solo me trajo una sensación de vacío. Pasé la misma desilusión en mi confirmación; no detecté ni siquiera la más leve manifestación del espíritu santo, como se me había prometido. Ya no tenía el deseo de ser sacerdote.

Pasaron los años, y me di a beber mucho, seducido por los amigos. Pero alrededor de 1930, formé el hábito de visitar a un hermano mío todos los domingos. Muy a menudo considerábamos los días de nuestra juventud, y hablábamos acerca de la desilusión que sentíamos debido a ignorar a Dios y sus propósitos. Hablábamos acerca de la Biblia, que nunca habíamos visto y que solo el sacerdote parecía poseer. Muchas veces dijo mi hermano: “Si Dios no tiene nada más que decirnos que lo que el sacerdote enseña, entonces Él no existe.” Añadía las palabras: “¡Si solo pudiésemos conseguir una Biblia verdadera!” Hasta entonces solo había podido consultar con carne y con sangre. ¡Si solo pudiera tener la Biblia y ver directamente lo que provenía de Dios!

CONSULTANDO CON DIOS POR MEDIO DE SU PALABRA

Unos cuantos días después de habernos expresado así en 1933, vino un hombre a la puerta de la casa de mi hermano. Era un estudiante de la Biblia, un testigo de Jehová. Habló acerca de las profecías bíblicas. Inmediatamente mi hermano le preguntó dónde podría obtener un ejemplar de la Biblia. “Puedo traerle uno esta misma noche,” contestó el hombre.

Esa misma noche regresó con dos ejemplares de una traducción católica de la Biblia, junto con varios folletos para ayudarlo a uno a estudiar la Biblia. El siguiente domingo mi hermano vino a verme con su rostro radiante. “Dios nos ha contestado,” dijo. “¡Tenemos la Santa Biblia!” El tener la Biblia era como tener fuego en nuestras manos; nos fascinaba.

Ese día continué leyendo la Biblia hasta muy de noche. Los folletos bíblicos que dejó el hombre, que se intitulaban “Juicio,” “Libertad para las Gentes,” “¿Dónde están los muertos?” y “Cielo y purgatorio,” también me impresionaron.

Como resultado de lo que leí, dejé el beber en exceso con mis amigos. Luego éstos se volvieron contra mí, hablando calumniosamente acerca de mí. De veras que la carne y la sangre estaban peleando contra mí, pero ahora Jehová había entrado en mi vida por medio de su Palabra, la Biblia, y él salió victorioso.

Mi hermano murió varias semanas después, víctima de un accidente en el trabajo, y así perdí al que pudo haber sido mi compañero allegado en la verdad de Dios. Necesitaba a otros en quienes pudiera confiar. De modo que comencé a buscar amigos verdaderos, los que consultaban con Jehová, pero no estaban muy cerca. Se reunían en Athus para el estudio de la Biblia, y esto quería decir un viaje de unos veinticinco kilómetros desde donde yo vivía, en Clemency. Asistía a las reuniones tan a menudo como me lo permitía mi trabajo.

En 1935 hubo una asamblea de un día en Bruselas. En la víspera de la asamblea, el hermano Delaunoy de la oficina de París de la Sociedad Watch Tower pronunció el discurso del bautismo, y se llevó a cabo el bautismo en una tina de baño en el sótano de la oficina de sucursal de la Sociedad. Estuve entre los que se bautizaron. Al día siguiente participé gozosamente en el servicio del campo, y por la tarde unas doscientas personas, de muchas diferentes nacionalidades, asistieron.

SOLO, ENCARÁNDOME A UNA DECISIÓN IMPORTANTE

Las condiciones mundiales alcanzaron un punto de nerviosa excitación a medida que se acercaba la II Guerra Mundial. La posición neutral e intransigente de los testigos de Jehová hizo que aumentara la oposición. Yo hablaba con denuedo siempre en aumento acerca de Dios y sus propósitos, pero esto me acarreó oposición y dificultades. En 1935 tuve que tomar una decisión: o cerrar la boca y conservar mi trabajo en una panadería, o hablar con denuedo y perderlo. Escogí sin consultar con padre ni con pariente ni siquiera con otros Testigos. En todo caso, no había nadie cerca en quien pudiera haber confiado. Tenía a Jehová y su Palabra. Había decidido dedicarme enteramente a su Palabra y continuar mientras tuviese pan y agua.

Por lo tanto, escribí a la oficina de sucursal de la Sociedad Watch Tower, solicitando ser ministro precursor, o predicador de tiempo cabal de la Palabra de Dios. Unas cuantas semanas después salí del Gran Ducado de Luxemburgo para predicar en la provincia adyacente de Luxemburgo (Bélgica). Solo y en bicicleta, me puse a trabajar toda la región de la meseta boscosa que se llama los “Ardennes,” confiando en Jehová. La región era escabrosa y la gente estaba en oscuridad espiritual. No muchas familias se inclinaron a recibirme, pero con el tiempo tres o cuatro abrieron sus hogares para ofrecerme alojamiento temporal de vez en cuando.

En 1937 la Sociedad me proveyó un compañero en el ministerio. Se nos asignó a predicar las buenas nuevas en Amberes, una población grande belga. Con la ayuda de mi compañero, André Wozniak, aprendí a vivir económicamente y a estar satisfecho con las puras cosas necesarias, a fin de permanecer en el ministerio de tiempo cabal. En aquel tiempo podíamos vivir con diez francos belgas (20 centavos de dólar) al día, permaneciendo sanos y felices. Estábamos gozosos en el servicio de Jehová.

El predicar la verdad de Dios en Amberes no fue sin problemas, porque el clero notaba nuestra actividad incansable y trataba de detenerla por medio de la policía. El escenario siempre era el mismo: La policía nos arrestaba sobre la base de que vendíamos sin licencia. Por lo general, después de explicar la legalidad de nuestra misión de predicación, se archivaba el caso, pero tuvimos la oportunidad de dar un testimonio acerca del reino de Dios ante varias autoridades.

El invadir los nazis Bélgica en 1940 puso fin a nuestra libertad de predicar abiertamente la Palabra de Dios. Durante los primeros días de la guerra, fui a la oficina de sucursal de la Sociedad en Bruselas a recoger varias cajas de publicaciones bíblicas para impedir que fueran confiscadas. Éstas iban a resultarnos muy útiles más tarde.

DURANTE LA OCUPACIÓN ALEMANA

Pronto la Gestapo, la policía secreta nazi, empezó a buscarnos. Mi compañero había sido nombrado superintendente de zona para visitar las congregaciones a fin de edificarlas. La Gestapo trataba de capturarlo, y un día, durante mi ausencia, vinieron a mi alojamiento. La propietaria, una hermana en la verdad de Dios recién bautizada, recibió la advertencia de que sería encarcelada si no informaba a la policía cuando yo regresara. Cuando llegué a casa, ella me dijo lo que había sucedido. Le pedí que me dejara ir para advertir a mis hermanos cristianos y luego regresaría. Advertí a un número grande de familias, dejé una caja de publicaciones bíblicas en un escondite seguro y luego volví, sabiendo qué esperar.

No tenía a nadie que me diera consejo en cuanto a qué hacer. Pero quería cumplir con mi palabra y no crearle problemas a la nueva Testigo. La Gestapo vino y me arrestó. Me interrogaron en cuanto a dónde andaba mi compañero. Les dije que había ido a ver a su “familia.” Mi respuesta le pareció razonable a mi interrogador. Luego, me mostraron listas que contenían nombres de Testigos y querían saber su paradero. Opté por hablar acerca de los nombres de personas que habían muerto o habían salido del país. En cuanto a los otros nombres, dije que conocía a muchos de vista pero no de nombre. Después de una detención de cuatro días en Amberes, fui trasladado a una prisión en Bruselas.

La Gestapo decidió que no me pondría en libertad hasta que diera información que llevara al arresto de mi compañero. Sin embargo, después de cuarenta días fui puesto en libertad. Durante todo el interrogatorio que hizo la Gestapo, aprecié mucho el conocimiento de Dios y su Palabra que había obtenido, porque tuve que tomar muchas decisiones importantes, sin consultar con carne ni con sangre.

Al ser puesto en libertad, decidí que era más prudente salir de esa región donde me estaban vigilando estrechamente. Regresé a los Ardennes. Desde entonces y hasta el fin de la guerra, se me asignaron varias tareas: Superintendente de circuito, traductor y transportador de materia impresa clandestinamente (imprimíamos La Atalaya en francés, flamenco, alemán, polaco, esloveno y a veces italiano). Siempre era arriesgado y por eso teníamos que estar continuamente en guardia, listos para tomar decisiones rápidas. En tales ocasiones, una persona percibe más que nunca que depende enteramente de Jehová y la necesidad de apoyarse en Él paso por paso; y esto es lo que hice. Estaba acostumbrado a buscar consejo de Él en oración, y nunca era en vano que pedía ayuda.

Puesto que no tenía permiso de trabajo, el cual requerían las autoridades alemanas, corría el riesgo de ser deportado a Alemania para efectuar trabajo forzado. Sin embargo, una indicación en mi cédula de identidad me ayudó más de una vez a escapar de un apuro. Mi profesión estaba alistada como “misionero.” Por lo tanto, en una ocasión cuando fui sorprendido en un registro militar mientras llevaba literatura bíblica prohibida, un soldado me pidió mi permiso de trabajo. Le contesté que yo no necesitaba permiso porque era misionero y estaba exento. Otro soldado concordó en que yo no necesitaba permiso de trabajo. Luego me preguntó qué llevaba. Era la ayuda para el estudio bíblico intitulada “Hijos,” impresa clandestinamente en Bruselas. Le dije que era un libro religioso, dirigiendo su atención a las citas bíblicas, y quedó satisfecho.

Yo no podía obtener timbres de racionamiento de alimentos de parte de las autoridades porque no podía arriesgar el registrarme en ningún Ayuntamiento en Bélgica. Sin embargo, no me morí de hambre, porque el amor de mis hermanos cristianos era notable. Aunque ellos mismos solo tenían las puras cosas necesarias de la vida, sacrificaban algunos timbres de racionamiento, entregándoselos a los Testigos responsables de recogerlos a favor de sus hermanos cristianos que se ocultaban de la Gestapo. Una sabrosa zanahoria con un pedazo de pan, y quedaba satisfecho en lo que tocaba a mi comida. Había cultivado la actitud que expresó el apóstol Pablo: “He aprendido, en cualesquier circunstancias que esté, a bastarme con lo que tengo.” (Fili. 4:11) Los alojamientos eran variados; a veces eran en el heno, en un colchón de paja sobre el suelo o en una banca en la estación del ferrocarril.

Mi bicicleta siempre era el medio más seguro de transporte porque así se me hacía más fácil evitar las muchedumbres y las partidas de investigación. Por supuesto, los viajes de 100 kilómetros o más no siempre eran fáciles, especialmente en los Ardennes durante los crudos inviernos en caminos cubiertos de nieve o hielo. Pero teníamos mucho gozo al llevar alimento espiritual a nuestros hermanos cristianos, y el aprecio que mostraban nos recompensaba en gran manera por las dificultades y los riesgos en que incurríamos. Jehová bendijo los esfuerzos de su pueblo, porque, de 100 que había en Bélgica en 1940, aumentamos a más de 600 para fines de la guerra.

YA NO CLANDESTINAMENTE

Después que terminó la ocupación, recibí la tarea de ayudar a reorganizar las congregaciones del pueblo de Jehová. Cuando se completó este trabajo de reorganización, se me invitó a escoger una región donde no se estaba llevando a cabo el trabajo de predicación, y servir allí de ministro precursor especial. Escogí la población de Arlon, una fortaleza jesuita, al sur de los Ardennes. Fui allí solo con mi bicicleta, dos maletas y un fonógrafo portátil para tocar discursos bíblicos grabados.

Empecé a visitar a la gente. Precisamente en ese tiempo la revista Consolación (ahora ¡Despertad!) publicó artículos que desenmascaraban al clero. No hay necesidad de decirlo, mis actividades pusieron en agitación a la población, pero yo había sido endurecido por los años de la guerra y estaba determinado a continuar predicando. Se logró progreso, y finalmente una familia interesada ofreció su hogar para un estudio de grupo de La Atalaya.

Un número considerable de mujeres en la zona mostraron interés en tener un estudio bíblico. De modo que, le pedí a una hermana cristiana, que era viuda y predicadora de tiempo cabal, que me ayudara con estos estudios bíblicos. Más tarde nos casamos, y ella llegó a ser mi compañera permanente en el ministerio. A los cuarenta y cinco años de edad, aprendió a andar en bicicleta para efectuar su servicio de precursora. Ése continuó siendo nuestro medio de transporte hasta 1958. Pudimos ayudar a muchas personas en esta zona, y hoy existe una congregación próspera en esa población, también otra congregación cerca de allí.

Más tarde la Sociedad me asignó a visitar congregaciones como superintendente de circuito. Además de abarcar tres provincias belgas, el circuito incluyó el Gran Ducado de Luxemburgo. La oposición era particularmente severa en el Gran Ducado. Las autoridades nos hacían difícil la vida, arrestándonos a menudo. Cada vez nos confiscaban nuestras bicicletas y bolsas para libros. Nuestros hermanos cristianos entonces nos arreglaban otro equipo, e inmediatamente empezábamos de nuevo. Finalmente se llevó el caso ante el tribunal más alto de Luxemburgo, y el fallo fue a nuestro favor. Todas nuestras posesiones confiscadas fueron devueltas.

Más tarde se nos invitó a escoger otra zona en la cual predicar, una en que se necesitaba más ayuda. Escogimos Marcheen-Famenne, también en los Ardennes. Salimos para nuestra asignación, confiando en que hallaríamos alojamiento antes de anochecer. Pero no hallamos nada. De modo que regresamos a la estación del ferrocarril, cuando súbitamente vimos que una dama venía hacia nosotros. Preguntó si éramos los que buscaban alojamiento; tenía exactamente lo que necesitábamos. Volvimos a empezar desde nada.

Al transcurrir los años, pudimos iniciar estudios bíblicos, pero se necesitó mucha perseverancia porque habían pasado ocho años de duro trabajo antes que nuestra cocina llegara a ser demasiado pequeña para celebrar reuniones. Sin embargo, se habían puesto los cimientos, y la congregación creció. Por eso, en 1967, fuimos asignados a otra zona... Aywaille y sus alrededores, no lejos de Lieja.

Volvimos a tener el privilegio de ayudar a formar una congregación desde casi nada. Finalmente la congregación llegó a ser lo suficientemente próspera para poder establecerse sobre bases adecuadas durante 1972.

Al principio de 1971, la salud de mi esposa desmejoró súbitamente. Fue atacada inexorablemente por el cáncer. Había sido mi compañera fiel por veinticinco años, compartiendo conmigo aflicciones y sacrificios a fin de que la luz de la verdad de Dios pudiera brillar en Luxemburgo.

Como sucedió con el apóstol Pablo, que había pasado por muchas dificultades pero que estaba consciente de la aprobación de Jehová, estoy feliz de haber estado en el ministerio de tiempo cabal por tantos años. No me pesa el no haberme puesto a conferenciar con carne y con sangre antes de tomar mi decisión de servir a Jehová con toda mi fuerza vital. Si tuviera que volver a comenzar, tomaría mi bicicleta y partiría para predicar la Palabra de Dios como lo hice en 1936. Con liberalidad, Jehová ha atendido a todas mis necesidades. Mi deseo es continuar fiel a la tarea que me ha confiado.

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