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  • En la vejez hallé refugio verdadero

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  • En la vejez hallé refugio verdadero
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1977
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1977
w77 1/2 págs. 73-75

En la vejez hallé refugio verdadero

Según lo relató Louisa Gregorio

HE VIVIDO casi ciento dos años... mucho más de los setenta años que se nos han asignado. (Sal. 90:10) Pero no fue sino hasta que hube vivido más de setenta años que pude hallar lo que siempre había deseado... refugio y esperanza verdaderos.

Soy descendiente de unos refugiados que estuvieron buscando libertad de cultos hace muchos años. A principios del reinado de la reina Victoria, que gobernó en Inglaterra desde 1837 hasta 1901, ciertos residentes de la isla portuguesa de Madera sufrieron persecución religiosa a manos de católicos romanos. Estos les quemaban sus Biblias, y los sometían a otras penalidades. Con el tiempo, la reina Victoria envió un barco a la isla para que todo el que quisiera salir de allí lo hiciera.

Entre los que abordaron aquella nave estuvieron dos jovencitas. El barco iba rumbo a las Antillas Británicas. Algunos de los refugiados desembarcaron en la isla de Antigua. Los otros, incluso aquellas dos muchachas, vinieron a este lugar, a Trinidad. Eran un grupo diligente, sincero. Transportaron piedras del cercano río East Dry y construyeron la Iglesia de Santa Ana de Escocia, que subsiste hasta este día.

Una de aquellas muchachas refugiadas fue mi bisabuela. Ella dio a luz una hija, Marceliana, que fue mi abuela. Cuando Marceliana se casó y tuvo hijos, nació mi madre María. Con el tiempo, ella se casó con Manuel Pereira, que fue mi padre. Nuestra familia llegó a componerse de tres muchachas y un muchacho que murió a edad temprana. Mi padre también murió, y por eso mi madre buscó empleo en una tienda para atender a su familia y su casa.

EDUCACIÓN TEMPRANA Y MATRIMONIO

Vivíamos en la esquina de las calles Henry y Duke, que ahora es el centro de Puerto de España. No lejos de allí, en la calle Victoria, estaba la Escuela Experimental para Muchachas, donde recibí mi educación. Cuando tenía dieciséis años de edad, dos jóvenes del vecindario empezaron a notarme. Uno pertenecía a una familia acaudalada; el otro era un joven pobre. Puse mi cariño en Albert Gregorio, el pobre. Nos casamos cuando cumplí los veinte años de edad, y jamás me pesó aquella selección.

Albert y yo nos sentíamos felices juntos y nos esforzamos por tener un buen hogar para nuestra familia, que crecía. Tuvimos tres muchachos y tres muchachas. Albert cuidaba caballos y carruajes como medio de ganarse la vida para nosotros. Nuestro hogar en Belmont era modesto, pero éramos una familia feliz y unida.

Años después Albert abrió una pequeña funeraria en Belmont, y por mucho tiempo la Funeraria de Gregorio fue un lugar muy conocido en la calle Observatory. Mi esposo adquirió renombre como amigo de los pobres, porque aunque una familia no pudiera pagar por un funeral, Albert todavía hacía arreglos para encargarse del entierro.

NINGÚN DESEO DE COSAS ESPIRITUALES

Durante la I Guerra Mundial un hombre llamado Evander J. Coward vino a Trinidad y atrajo grandes muchedumbres a sus discursos bíblicos. Era uno de los Estudiantes de la Biblia, conocidos ahora como los testigos de Jehová. Tanto mi hermana Annie y su esposo, Wilfred Ferreira, como mi madre empezaron a asociarse con los Estudiantes de la Biblia. Willie, como llamábamos a Wilfred, se convirtió en un muy celoso Estudiante de la Biblia y viajó a las demás islas en su obra de predicar. Aunque yo le prestaba atención a Willie, no respondí.

En 1931 mi esposo contrajo neumonía. Hasta lo último trató de levantarse y caminar, pero en corto tiempo se desplomó y murió en nuestra casa. Nunca llegó a ser Estudiante de la Biblia, pero fue un esposo muy bueno para mí. Lo eché de menos muchísimo. Ahora la carga de mantener el hogar cayó enteramente sobre mí. Me puse a hacer blusas, faldas y otros artículos, y los vendía a precios razonables. Así fue como me mantuve por muchos años.

RESPONDIENDO A LAS VERDADES BÍBLICAS

Fue a fines de los años cuarenta cuando finalmente aprendí dónde se podía hallar verdadero refugio y esperanza, aunque pudiera haberlo aprendido mucho antes si mi actitud hubiera sido diferente. Los testigos de Jehová habían abierto en los Estados Unidos una escuela especial llamada Galaad, para entrenar misioneros para que fueran a otros países y enseñaran gratuitamente la Biblia a todo el que deseara aprender. En 1946 algunos de estos misioneros fueron enviados a Trinidad.

Uno de éstos fue una joven llamada Ann Blizzard. Esta joven me agradó y respondí a su oferta de estudiar la Biblia conmigo, y recibí con aprecio las verdades que empecé a aprender. Un día estudiamos Segunda de Pedro 3:13, que dice: “Pero hay nuevos cielos y una nueva tierra que esperamos según su promesa, y en éstos la justicia habrá de morar.” El pensar en estos cielos y tierra justos me produjo gran felicidad. Quise estar en ese arreglo justo. En ese tiempo yo tenía unos setenta y seis años de edad.

Animé a mi nieta, Joy Hearn, que vivía conmigo, a participar en nuestro estudio. Lo hizo con gusto, y ella también aceptó pronto las verdades bíblicas que estábamos aprendiendo. Con el tiempo empecé a asistir a todas las reuniones de los testigos de Jehová en el 6-B de la calle Norfolk, en Belmont, y disfruté muchísimo de ellas.

También disfruté de hablar a otros acerca de las cosas maravillosas que estaba aprendiendo. Tuve muchas experiencias interesantes al visitar a las personas de casa en casa y al conducir estudios bíblicos en las casas. Recuerdo que tuve un estudio bíblico con Alma Ford. Ella recibió la verdad con un buen corazón y llegó a ser testigo activa para Jehová.

Animé a mi hija Ivy, que vivía en San Fernando, a unos cincuenta kilómetros al sur de Puerto de España, a estudiar con los misioneros allí. Lo hizo, y ella y su hija Jean aceptaron las verdades bíblicas que aprendieron, y con el tiempo su esposo Jack hizo lo mismo. Mi nieto Peter también prestó atención y creyó. Recuerdo lo feliz que me sentí aquel día, el 25 de noviembre de 1950, cuando mi hija Ivy y mis dos nietas, Joy y Jean, se bautizaron en una asamblea de los testigos de Jehová.

LOS ENEMIGOS: LA VEJEZ Y LA MUERTE

Durante todos los años cincuenta y principios de los sesenta asistí a las reuniones y participé en predicar y enseñar las verdades de la Biblia a otras personas cerca de mi casa. Luego las flaquezas de la vejez se me hicieron experiencia frecuente. Bien sé la verdad de Salmo 90:10: “En sí mismos los días de nuestros años son setenta años; y si debido a poderío especial son ochenta años, sin embargo en lo que insisten es en penoso afán y cosas perjudiciales.”

Contribuyó a mis penosos afanes el que uno de mis hijos se enfermara y no recuperara la salud. Precisamente cuando parecía que mejoraba, sufrió una recaída y murió. Aunque yo conocía la promesa bíblica de una resurrección y la Tierra paradisíaca, todavía me apesadumbré por Cecil.

Después, cierto día, habiendo yo pasado de los noventa y seis años de edad, estaba abriendo una ventana de nuestra sala. Súbitamente, resbalé y caí, y me sobrevino un gran dolor. Llamado el médico, éste inmediatamente hizo arreglos para llevarme a un sanatorio particular. Yo me había roto la cadera y necesitaba una operación.

Los doctores y las enfermeras trataron de influir en mí para que aceptara transfusiones de sangre, diciendo que ciertamente moriría si no las recibía. Rehusé, porque la Palabra de Dios prohíbe incorporar en uno sangre. (Gén. 9:4; Lev. 17:10; Hech. 15:20, 29) Agradezco a Jehová que salí viva de la operación y me recuperé. Al mismo tiempo, dos ancianas octogenarias que estaban en el mismo sanatorio particular se habían roto la cadera. Ambas recibieron transfusiones de sangre. Ambas murieron.

Bueno, resulté con una pierna más corta que la otra después de sanar de mi cadera. Me hicieron un zapato especial y recibí unas andaderas. Con éstos podía andar por la casa y hacer gran parte de mis quehaceres y preparar comidas. Aquél fue un tiempo penoso, pero los miembros de la congregación local fueron muy bondadosos y animadores para conmigo. Seguí teniendo un fuerte deseo de pasar con vida a través de la batalla de Armagedón y entrar en el nuevo orden de Dios.

Entonces murió mi hijo Vivian, y poco después también murió Kenneth, y me vi sin hijos. Mis tres hermanas también habían muerto. Todas estas muertes de personas que me eran tiernamente amadas se me hicieron difíciles de aceptar, pero sé que las veré en la resurrección. También anhelo ver nuevamente a mi esposo en el justo nuevo orden de Dios. Esta esperanza basada en la Biblia me ha suministrado gran ánimo. Me gusta leer Salmo 56:11: “En Dios he cifrado mi confianza. No tendré miedo.”

En la actualidad me encuentro en una condición física muy débil, pues ya no puedo salir sola. A veces expreso el pensamiento de que es un poco difícil estar viva cuando una tiene esta edad. Siempre he deseado vivir a través del Armagedón, pero a mi edad quizás no sea posible. De modo que espero volver a la vida en la resurrección en un tiempo en el cual veré realizados todos mis gozos y las condiciones de infelicidad de hoy no se recordarán ni vendrán al pensamiento.—Rev. 21:3, 4.

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