Cincuenta años en “la viña”... un modo de vivir
Como lo relató Clifford Keoghan
EL SALÓN al cual nos dirigíamos aquella noche de invierno de 1929 era un salón frío y no tenía calefacción. El piso sin alfombra y las duras sillas de madera señalaban a lo práctico, no a la comodidad. Íbamos a asistir a la reunión de mediados de semana de la gente de la Watch Tower, o como se les conocía en aquel tiempo, los Estudiantes Internacionales de la Biblia. Aquella ocasión resultó ser un punto de viraje en nuestra vida. Edna y yo habíamos planeado casarnos en la primavera y establecernos en Auckland. Yo tenía trabajo y habíamos seleccionado una casa y comprado unos muebles.
Poco antes nos habíamos bautizado en agua para simbolizar nuestra consagración (dedicación). Ahora nos habíamos sentado juntos y teníamos en las manos el Bulletin (ahora en español Nuestro Servicio del Reino) que recibíamos cada mes, y allí estaban en letras grandes las seis palabras que nos aguijonearon el pensamiento y que cambiarían toda nuestra vida: “ID VOSOTROS TAMBIÉN A LA VIÑA.” Nosotros ya habíamos estado participando en la obra de predicar, pero esto era algo especial. Concordamos: ¡Sí! Iríamos a “la viña.”
¿Cómo habíamos llegado a estar allí aquella noche? De niño fui criado en los yacimientos de oro del valle de Thames, en Nueva Zelanda, y mis padres, que temían a Dios, me enviaron a la Clase Bíblica de la Iglesia Anglicana. Allí no se enseñaba mucho acerca de la Biblia, pero un vicario que tenía inclinación a los deportes sí nos enseñó a formar las líneas cerradas que forman los delanteros de los equipos de fútbol rugby. Yo creía en Dios, pero mi punto de vista estaba algo empeñado por la enseñanza de la Trinidad.
Más tarde, el empleo que obtuve me puso en contacto estrecho con la muerte. Yo era conductor de un coche fúnebre arrastrado por caballos y trabajaba para los tres directores de funerarias del pueblo, y, con frecuencia, como resultado de accidentes fatales en las minas, solía ver a alguna mujer joven y sus hijos privados del sostén de la familia, sumergidos en las profundidades de la desesperación, y con poco consuelo de la religión de ellos. Comencé a buscar la explicación de esto que llamamos “muerte.” Las respuestas del vicario no me satisficieron. Leí extensamente, obras cristianas y no cristianas... pero todavía no hallé respuesta a los problemas de la vida.
Hacia el fin de 1927 me marché de Tauranga, donde vivía Edna, mi prometida, para progresar en el oficio de carnicero. Antes de marcharme, ella y yo tuvimos largas conversaciones acerca de la Biblia y nos dimos cuenta de que ninguno de los dos sabíamos mucho acerca de este libro. Después de mi partida, Edna pensó que ésta sería una buena oportunidad para mejorar el conocimiento que ella tenía, y le pidió a su madre una Biblia, pero en cambio le dieron un libro y le dijeron que éste la ayudaría más. A su vez, ella me envió el libro. Incidentalmente, el día que ella me envió el libro por correo, su casa se le quemó por completo. Pero yo tenía el libro, El Arpa de Dios. ¡Por fin obtuve las respuestas que había estado buscando! Y ahora, aquí estábamos sentados en aquella reunión con una invitación en las manos, determinados a aceptar y ‘pasar afuera’ por las “puertas” que se nos abrían al servicio en “la viña.”—Isa. 62:10.
EN “LA VIÑA”
Después de casarnos, solicitamos a la oficina de la Sociedad Watch Tower en Strathfield, Australia, territorio en el cual predicar, y se nos asignó una sección de 644 kilómetros de largo en la costa oriental de la Isla del Norte de Nueva Zelanda, una zona en la que había colinas altas y llanos costeros, grandes dehesas de ovejas (granjas), grandes y pequeños poblados maoríes, tres pueblos provincianos, dos congregaciones pequeñas que se reunían en hogares, y dos hermanas aisladas; realmente ‘la mies era mucha,’ y ‘los obreros eran pocos.’ (Mat. 9:37, Traducción del Nuevo Mundo; Valera) Nos preparamos con una tienda de campaña de calicó de 2,4 por 1,8 metros, un automóvil marca Buick de 1920, varias cajas de libros, algunas posesiones y poco dinero, pero con mucha fe... y esto resultaría ser nuestro más valioso haber.
Aquel verano de 1939 fue largo, caliente y seco. La hierba se secó y murió; las ovejas y el ganado se debilitaron y enflaquecieron a medida que la sequía fue esparciéndose por los valles que en un tiempo habían sido fértiles; los ríos se convirtieron en simples arroyuelos. En los estribos del Buick llevábamos agua en dos envases de metal de quince litros cada uno, que llenábamos dondequiera que podíamos. ¿Nos estaba protegiendo Jehová? Habíamos llegado a una pequeña corriente de agua y decidimos que acamparíamos allí durante el fin de semana, lavaríamos la ropa y reabasteceríamos nuestro surtido de agua. Armé la tienda de campaña y ya estaba listo para tirar el agua que quedaba en uno de los envases y sacar de la corriente agua fresca cuando por alguna razón me detuve, puse a un lado el envase y me fui a hacer otra cosa. Diez minutos más tarde un pastor maorí entró cabalgando en nuestro campamento. Nos había visto desde la cima de una colina y había bajado para decirnos que no tomáramos del agua del arroyo, porque estaba muy contaminada. Miré hacia el agua que no había tirado y dije: “¡Jehová, gracias!”
Estábamos viajando en dirección al norte hacia East Cape (cabo del Este), y colocábamos mucha literatura en manos de la gente maorí y de los propietarios de las dehesas, y acampábamos dondequiera que estuviéramos al ponerse el Sol. Cocinábamos y comíamos en la tienda de campaña y por las noches dormíamos en el automóvil. Tanto los maoríes como los pakeha (los blancos) eran bondadosos con nosotros. La gran depresión económica no había llegado aquí todavía. Hubo una experiencia que me enseñó a no pasar por alto a nadie en cuanto a presentar la verdad. El día estaba caliente y yo estaba cansado. Había una casa cerca de la carretera, pero no había nadie en los alrededores, aunque el oído me indicaba que estaban cortando madera con una sierra al otro lado de una hondonada en una ladera distante. Pensé en la comodidad y la sombra que ofrecía el automóvil, empecé a regresar a éste, y, cuando casi había llegado, comencé a preguntarme por qué estaba haciendo aquello. Había cruzado muchos kilómetros para hablar a la gente acerca del reino de Dios y aquí estaba alejándome de la gente como Jonás, yendo en la dirección contraria. Di la vuelta y me dirigí, a través del pantano, hacia donde estaba trabajando el hombre. ¡Él escuchó con interés lo que yo decía y obtuvo toda la literatura que yo llevaba conmigo: 15 libros y 17 folletos!
UNA NOCHE QUE RECORDAMOS
Pasamos una noche inolvidable en la cima del cabo. Después de viajar a lo largo de la playa en busca de un lugar apropiado donde acampar, nos establecimos en un lugar llano cubierto de hierba poco más allá de una pequeña población maorí. Al extremo lejano había un gran montículo lleno de piedras; toda la zona era el lecho seco y pedregoso de un río y esto hizo difícil introducir las estacas de la tienda de campaña. De detrás de las montañas ya había salido una hermosa Luna llena mientras nosotros cenábamos papas (patatas) hervidas y kumera (una raíz dulce) por las cuales habíamos trocado unos libros durante el día. Al poco rato llegó un visitante, un blanco que tenía propiedad en la colina. Estaba genuinamente interesado en nuestra seguridad, y hasta preguntó si teníamos algo con lo cual defendernos, y estaba seguro de que aquella noche no podríamos dormir si nos quedábamos allí. En vez de eso, podíamos acampar en cualquier lugar en su terreno. No, no estábamos violando ninguna propiedad, aquél era terreno público, pero no era sabio que nos quedáramos allí. No deseábamos ser temerarios, pero decidimos quedarnos allí. Nuestro bien intencionado visitante se marchó, y nos aseguró que dejaría una luz encendida en su casa y que podíamos subir allá si cambiábamos de parecer.
Nos preguntamos a qué se pudiera deber la agitación del hombre. El tema de La Atalaya corriente era “Ángeles en Sión,” así que nos sentamos en el suelo de nuestra tienda y a la luz de una vela leímos que “el ángel de Jehová acampa en derredor de los que le temen.” La noche paso, la Luna dio paso al Sol matutino, y no hubo novedad. Durante el día investigamos y nos dijeron que habíamos acampado en un antiguo campo de batalla maorí. En un tiempo, el mismísimo lugar donde habíamos levantado nuestra tienda había sido escenario de una aterradora matanza y la gente de la localidad creía que cuando había Luna llena los espíritus de los guerreros muertos regresaban y repetían la batalla. Nuestro amigo de la noche anterior había vivido tanto tiempo entre los maoríes que creía lo mismo que ellos. No podía entender cómo sería posible que sobreviviéramos hasta la mañana.—Sal. 34:7, Valera.
EN PELIGROS DE TERREMOTOS
El verano dio paso al otoño. Descendimos a la costa al pueblo provinciano de Gisborne, donde había una congregación pequeña. Ahora la depresión económica se estaba dejando sentir. La congregación tenía poco en sentido material, pero lo compartieron alegremente con nosotros. Llegó el siguiente junio y también el tiempo en que teníamos que seguir adelante hacia nuestro territorio asignado. Unos meses antes un gran terremoto había devastado gran parte de aquella zona. Los pueblos de Napier y Hastings estaban casi totalmente destruidos. El dejar literatura en manos de la gente no se podía hacer tan fácilmente ahora. El dinero estaba escaso, así que cambiábamos libros por alimento y usábamos el dinero que teníamos para obtener gasolina. Los terremotos continuaron, hasta ocho o nueve al día. Por la noche podíamos oír que venían por los campos con un retumbar como el de un camión que estuviera pasando.
Creo que la sensación más extraña fue la de estar en el automóvil durante una violenta sacudida. Cuando el vehículo comenzaba a moverse, yo instintivamente pisaba el freno, pero, desde luego, aquello era en vano; el automóvil sencillamente se movía junto con la tierra. Por lo tanto, una noche cuando acampamos cerca del río Mohaka, donde, en el terremoto grande, varias hectáreas de buen pasto se habían deslizado hacia el río, que se las había llevado al mar, atamos el automóvil a un gran árbol mientras dormíamos allí. Aquella noche hubo una gran sacudida, pero estábamos a salvo.
EXPERIENCIAS DE MUCHA TRASCENDENCIA
En Napier recibimos la ayuda bondadosa de la familia Tareha, una numerosa familia maorí que estaba activa en la verdad. Nos permitieron usar una casita, y desde allí empezamos a “trabajar” el territorio. Tuvimos muchas experiencias excelentes y estimuladoras al ir de casa en casa. Mientras estábamos en ese sector participamos en dos importantes acontecimientos. Un domingo por la tarde en octubre de 1931 nos reunimos con la familia Tareha para adoptar el nuevo nombre de “testigos de Jehová,” que anteriormente en el mismo año había sido adoptado en la asamblea de Columbus, Ohio, (E.U.A.). ¡Cuánto nos entusiasmó el tener una identidad definida! La mahana siguiente, lleno de celo, visité una casa y dije orgullosamente: “Buenos días. Soy un testigo de Jehová.” ¿Cuál fue la respuesta?... Una mirada de asombro y la contestación: “¿Quiénes son? Nunca he oído de ellos.” ¡Qué diferente es hoy día!... una respuesta que frecuentemente recibimos es: “¡Otra vez aquí! ¿Por qué vienen tanto?”
La siguiente asignación importante fue la de distribuir el folleto El Reino, la esperanza del mundo a todo el clero, los políticos y los líderes de la industria. Nuestras instrucciones fueron: Déjenselos, sea que los acepten o no. En Napier y Hastings había una gran cantidad de sacerdotes y pasé un día muy activo viéndolos a todos. Algunos fueron tolerantes; otros montaron en cólera. En dos ocasiones recibí maltrato de sacerdotes que se pusieron furiosos. En el caso de uno de éstos, un hombre gigantesco, la cara se le enrojeció de cólera, me agarró por el cuello, me arrastró varios metros, me tiró por las escaleras y arrojó el folleto tras de mí. Yo me levanté, recogí el folleto, regresé a donde él, puse el folleto a sus pies, y dije: “¡No pisotee el Reino!” Casi se sofocó de la frustración. Pero el aviso se había entregado.
DURANTE LA GRAN DEPRESIÓN
Puesto que se acercaba el nacimiento de nuestro primer hijo, nos dirigimos hacia el norte al hogar de mis padres en Waihi. Allí había una congregación pequeña que se reunía en el hogar de Fred Franks, en Waikino. La península de Coromandel era parte del territorio de Waikino, pero no había sido trabajada, y Fred me pidió que lo hiciera. ¡Con mucho gusto lo haría! Provisto de dos nuevos neumáticos que bondadosamente había donado la congregación, estuve preparado para emprender el viaje por la abrupta península con sus mal definidas carreteras. Dejé a Edna en Waihi y partí en el automóvil con una tienda de campaña, y con una bicicleta para llegar a los lugares a los cuales no pudiese llegar en automóvil, para visitar las chozas de la maleza, las fincas aisladas de la costa y así por el estilo. Puesto que los trabajadores de las granjas lecheras acostumbraban comenzar a trabajar a las 5 de la mañana en los cobertizos donde ordeñaban a las vacas, los visitaba allí a las seis de la mañana, y hubo una mañana en la cual, antes de las 8 de la mañana, ya había puesto 26 libros en manos de ellos. En el pueblecito de Coromandel había distribuido una caja de libros antes de las 11 de la mañana. Durante todo aquel tiempo el automóvil, que ahora tenía 12 años, nunca había tenido un problema mecánico de importancia, aunque en una ocasión casi lo perdimos al tratar de cruzar un río en inundación.
La gran depresión económica ya nos había alcanzado. En la primavera de 1932, Edna, David nuestro hijo de nueve meses, y yo, nos unimos a la familia de Arthur Rowe y a Mary Willis en un largo viaje a Wellington, para asistir a una asamblea. Desde la asamblea se organizaron dos grupos de precursores, uno para ir a la Isla del Norte de Nueva Zelanda, y el otro para ir a la Isla del Sur. Nuestro grupo, el de la Isla del Norte, trabajaría desde Palmerston North, donde un hermano nos había permitido usar una excelente casa. Llegamos a ser un grupo bien unido de ocho precursores que trabajábamos tanto el pueblo como el campo. Así, fue con un conflicto de sentimientos que recibimos las instrucciones de la oficina australiana de la Sociedad Watch Tower de trasladar el grupo a Auckland, pues allí habían surgido dificultades con la “clase de ancianos electivos,” y habían surgido divisiones en la congregación. Teníamos que establecer un hogar de precursores y trabajar con los hermanos que permanecían leales a la organización de Dios y fortalecerlos.
JEHOVÁ PROVEE
Pero, ¿cómo íbamos a trasladar nuestras pertenencias indispensables por 600 kilómetros hasta Auckland? Conseguir dinero para gasolina para los dos vehículos sería en sí mismo un problema, puesto que lo menos que teníamos era dinero. Nos deshicimos de todo con excepción de los artículos de primera necesidad, y esto nos proveyó suficiente dinero en efectivo para pagar el transporte por tren y comprar gasolina para una tercera parte del camino. Confiábamos en que si la voluntad de Dios era que nos marcháramos, con el tiempo llegaríamos a Auckland. Hicimos planes de parar en Wanganui, un pueblo de suficiente tamaño como para que diésemos en él un testimonio, pues esperábamos colocar alguna literatura en manos de la gente para obtener algún dinero para gasolina. Hicimos arreglos para que se nos enviara a Wanganui la correspondencia que recibiéramos en Palmerston North. Cuando recibí correspondencia allí, había un sobre que solo tenía un trozo de cartón con una hoja de papel alrededor. Pero debajo del papel había un billete de cinco libras esterlinas. ¡Cinco libras! Durante la depresión aquello era verdadero dinero (en aquellos días equivalía a 25 dólares E.U.A.). Se nos llenaron de lágrimas los ojos. Ciertamente habíamos ‘gustado y visto que Jehová es bueno,’ muy bueno. (Sal. 34:8, Valera) ¡Cuánto nos alegrábamos de habernos refugiado en Él! Así, pues, con el depósito de gasolina lleno llegamos a Auckland.
Alquilamos una casa grande y nos alojamos en ella, y trabajamos para edificar a los hermanos fieles. Al poco tiempo la congregación estuvo funcionando bien. Algunos que al principio habían seguido a los pocos ancianos electivos infieles, y que eran sinceros, pero estaban confundidos, se unieron nuevamente a los fieles.
Era durante este tiempo que estábamos dando énfasis en la obra con automóviles dotados de equipo sonoro; se tocaban breves discursos grabados del hermano Rutherford en una máquina de transcripción desde el asiento trasero de un automóvil que llevaba un altavoz en la cubierta. Mucha gente expresaba aprecio por los programas. Sin embargo, en algunas zonas católicas se reunían muchedumbres que expresaban públicamente su desaprobación por medio de tratar de quitar el altavoz del automóvil, pero el altavoz estaba bien fijado. Entonces trataban de abrir las puertas del automóvil. Al no poder abrirlas, empezaban a lanzar piedras al automóvil. Como solíamos decir: “Nunca había un momento aburrido.”
DIFICULTADES DURANTE LA ÉPOCA DE LA GUERRA
Ahora estaba pasando la depresión y poco tiempo después se discontinuó el arreglo de un hogar de precursores. Edna y yo nos mudamos al sector de Morrinsville, donde no había publicadores, pero donde se me haría posible trabajar de carnicero. Con el tiempo llegamos a tener una congregación de 12 publicadores. Entonces llegó la II Guerra Mundial con sus dificultades. No había gasolina en absoluto para nuestros automóviles. Aquello significó el regreso a la bicicleta. Un domingo normal podía significar un viaje de 58 kilómetros en bicicleta solo para visitar a los hermanos y conducir el estudio de La Atalaya.
Con la guerra también vino la proscripción de nuestra obra. Nuestra organización fue proscrita y al principio se nos prohibió reunirnos. Hasta el que dos testigos se reunieran en la esquina de una calle para considerar la actividad de ir de casa en casa constituía una reunión ilegal. Pero más tarde las restricciones se hicieron más laxas.
PRIVILEGIOS CONTINUOS
Llegó el año 1945 y con éste el tiempo en que hubo que hacer otro cambio, esta vez el de regresar a Tauranga, donde solo había una Testigo. Al principio vivimos en su casa hasta que pude alquilar una. Para ese tiempo tenía un hijo y una hija que mantener y obtuve empleo en una carnicería de la localidad. Otros hermanos, con sus familias, se mudaron para unirse a nosotros, y al poco tiempo ya éramos una pequeña congregación. La congregación continuó creciendo, y hoy día hay tres congregaciones en la misma zona, cada una con un excelente Salón del Reino.
En 1952 nuestra familia regreso a Auckland. Fui nombrado superintendente de ciudad y como tal disfruté de muchos privilegios. Después de la visita de los hermanos Knorr y Adams en 1956 recibí la asignación de hacer arreglos para comprar la propiedad que se halla en la carretera de New North, en la cual la Sociedad edificó un nuevo y excelente edificio para transferir la sucursal de la Sociedad Watch Tower de Wellington a Auckland.
MIRANDO AL PASADO
Así que los días en “la viña” se han convertido en años, los años en décadas... trabajando aquí, ayudando allá, sin faltar a reuniones ni asambleas, teniendo presentes nuestras bendiciones, las cuales han sido muchas, tanto pequeñas como grandes. El amor y respeto de parte de los hermanos siempre ha sido un estímulo, algo que se atesora.
Nuestros hijos también han resultado ser una bendición para nosotros. Ambos sirvieron de precursores por un tiempo, y lo mismo ha sucedido con algunos de los hijos de ellos. Mi hijo y mi yerno sirven de ancianos en las congregaciones de Auckland, y el mayor de mis nietos sirve de siervo ministerial. Ahora tengo un bisnieto, un bebé, a quien, si es la voluntad de Jehová, quizás todavía pueda ver alabando Su nombre. ¿Qué más podría pedir alguien? El haber tenido esta clase de relación con Jehová y Cristo Jesús es un tesoro que ningún hombre puede quitarle a uno.
Algo que los años me han enseñado es no ‘despreciar el día de cosas pequeñas.’ (Zac. 4:10) Pienso en las reuniones que una vez celebrábamos en los humildes hogares de los hermanos y ahora veo que cada vez tenemos más y más Salones del Reino con alfombras mullidas, y pienso que la profecía de Isaías 60:17 realmente se ha cumplido para nosotros. Las “piedras” se han convertido en “hierro,” el “hierro” en “plata” y el “cobre” en “oro.” La prometida “paz” verdaderamente ha sido ‘nombrada como nuestro superintendente.’ También pensamos en los muchos buenos compañeros, hermanos y hermanas, que han compartido los años con nosotros. Muchos de ellos ya no están con nosotros. Algunos se marcharon a nuevas y mayores asignaciones; otros a descansar en el sepulcro al cual los bajamos con un triste “Buenas noches,” para que regresen en un día más brillante a recibir unos “Buenos días” de bienvenida a una Tierra paradisíaca.
Sabemos que todavía no se ha completado la obra que hay que hacer en “la viña.” Esta ha resultado ser un modo de vivir sumamente deseable. ¿De qué otra mejor manera podría alguien usar los años que Jehová nos da?
En mi mente hay un pensamiento que domina al mirar al pasado. Es la expresión del cuidado que Jehová y su Hijo Jesucristo manifiestan a todos los que toman el yugo de Jesús y van tras él. Es tal como se describe en el Salmo 37:25: “Un joven era yo, también he envejecido, y sin embargo, no he visto a nadie justo dejado enteramente, ni a su prole buscando pan.”
[Mapa e ilustración de la página 12]
(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)
“Id vosotros también a la viña”
NUEVA ZELANDA
ISLA DEL NORTE
Auckland
Thames
Waihi
Morrinsville
Tauranga
Opotiki
Gisborne
Napier
Hastings
Wanganui
Dannevirke
Palmerston North
Wellington