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  • Puse el Reino en primer lugar en la Alemania de la posguerra

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  • Puse el Reino en primer lugar en la Alemania de la posguerra
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1984
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1984
w84 1/8 págs. 25-31

Puse el Reino en primer lugar en la Alemania de la posguerra

Según lo relató Gertrud Poetzinger

¿En qué principio basaremos las decisiones que tomemos en la vida? El mejor maestro de todos, Jesucristo, dijo a sus discípulos que ‘buscaran primero el Reino de Dios’. Si lo hacían, serían satisfechas todas sus demás necesidades (Mateo 6:33). Desde mi juventud he comprobado que el arrojar nuestras cargas sobre Jehová, declarar sus obras y mantener en primer lugar en la vida los intereses del Reino verdaderamente nos “enriquece” en sentido espiritual (Proverbios 10:22; Salmo 55:22; 71:5; 73:28). Las siguientes experiencias personales tomadas de un capítulo excitante de mi vida son prueba de este principio.

ESTÁBAMOS a principios de 1945. La II Guerra Mundial se acercaba a su fin en Europa. El esfuerzo bélico de Alemania estaba vacilante, y la actitud de la gente y hasta del gobierno había cambiado. En vez de esperar con anhelo la victoria, se esperaba la derrota. Por tal motivo había disminuido también la presión que ejercían sobre los testigos de Jehová los perseguidores nazis.

Yo formaba parte de un grupo de Testigos que habían sido transferidas del campo de concentración de Ravensbrück a trabajar de institutrices en los hogares de oficiales nazis. Una tarde, unos cuantos meses antes de que terminara la guerra, el oficial de la SS cuyos dos hijos yo cuidaba se me acercó en privado en su casa. Su nombre era Kiener.

“¿Ha oído usted del avance de los rusos por el frente oriental?”, preguntó él fríamente. Cuando contesté que sí, me preguntó: “¿Qué hará usted si ellos entran aquí?”. Mirándolo a los ojos, respondí: “Pues bien, ellos son nuestros enemigos y ustedes son nuestros enemigos. Entonces, ¿qué más da?”. Sí, con denuedo como ése Jehová nos permitió seguir manteniendo valerosamente nuestra posición como cristianas neutrales y defensoras del Reino en aquellos días difíciles. (Juan 15:19.)

Logramos escapar

Los informes sobre la retirada de las tropas alemanas no eran simplemente rumores. Hacia fines de abril, Kiener hizo arreglos para que su esposa y sus hijos huyeran hacia el sur. A petición mía, me envió junto con ellos. La señora Kiener me dio ropa de paisana para que me la pusiera y así no hubiera ningún indicio de que ella tenía algo que ver con la organización nazi. Nos subimos a un camión que se dirigía a la zona rural del norte de Baviera, más cerca del frente estadounidense que del ruso.

Aquella era la primera vez que realmente había salido de los campos de concentración en siete años y medio. Pero la guerra no había terminado aún, y la tensión se había intensificado. A medida que el camión avanzaba, un escuadrón de aviones de caza de los aliados bajó en picada sobre nosotros. Yo estaba al frente con los dos niños y el chofer. Él estaba seguro de que los aviones regresarían para, en vuelo bajo, ametrallar el camión. En mi corazón oré urgentemente: “Jehová, después de todas las cosas de que tú me has librado, ¡por favor, no me dejes morir así ahora!”.

Como se esperaba, los aviones de caza estaban haciendo un viraje amplio para pasar nuevamente sobre nosotros. El chofer pisaba el acelerador, pero, por supuesto, no había esperanza de ir más de prisa que los aviones. De repente apareció una carretera secundaria que conducía a un paraje poblado de árboles. El chofer hizo un viraje brusco para irse por allí y se dirigió a toda velocidad hacia la zona arbolada. Puesto que el follaje era bastante tupido, el camión no se podía ver desde arriba, y los aviones pasaron de largo.

Durante la guerra hubo otras ocasiones en que nos salvamos por un pelo. No obstante, el fin de la guerra, que aconteció solo diez días después de este incidente, trajo consigo desafíos de otra índole.

Atiendo responsabilidades de mayor importancia

Junto con otro grupo de refugiados, la señora Kiener, sus hijos y yo habíamos hallado alojamiento en el pueblecito de Mönchsdeggingen, cerca de Nördlingen. Cuando hacía una semana que la lucha se había detenido oficialmente, informé a la señora Kiener que tenía que irme. Era comprensible que ella se afligiera. ¿En quién más podía confiar? Ahora todo el país estaba en contra de los nazis y sus familias. Pero yo tenía que atender responsabilidades de mayor importancia. Con el fin de la guerra vino la necesidad de que los testigos de Jehová reorganizaran la obra de predicar el Reino. Además, tenía que tratar de hallar a mi esposo, Martin.

Habíamos estado casados solo tres meses y medio cuando se llevaron a Martin y posteriormente lo enviaron al campo de concentración de Dachau. Con el tiempo, yo también fui arrestada y enviada al campo de Ravensbrück. Hacía dos años desde la última vez que había sabido algo de mi esposo, y habían pasado nueve largos años desde que nos habían separado. ¿Estaba todavía vivo Martin? De ser así, ¿estaba bien?

Día inolvidable

Llegó la hora de mi partida. Eran las 4.30 de la mañana. Mi desayuno había consistido en un pedazo de pan moreno duro. Emprendí a pie la marcha sin dinero, cupones para víveres ni posesiones, excepto una bolsita escolar de niño, donde había guardado un pedazo de pan del desayuno y unos cuantos artículos personales. El día fue transcurriendo mientras yo avanzaba continuamente por la carretera que conducía a Munich, ciudad natal de mi esposo y el lugar donde con mayor probabilidad lo hallaría, si todavía estaba vivo.

Mientras se acercaba la noche, me hallé en las afueras de un pueblo. Estaba en vigor un toque de queda, y sería imposible pasar la noche a la intemperie sin correr el riesgo de que me arrestaran. Así que dejé la carretera y empecé a orar: “Jehová, por favor, ayúdame. En todos los años que he estado sirviéndote, nunca me ha hecho falta un lugar donde pasar la noche”. Cuando terminé de orar, volví a la carretera y miré alrededor, pero todo seguía igual.

Cuando entré en el pueblo, la primera casa que vi tenía un muro alrededor del patio. Por la entrada podía ver a una señora trabajando en el patio, y le pregunté: “Por favor, ¿pudiera decirme si aquí hay algún lugar donde pueda pasar la noche?”. Ella me echó una ojeada y contestó con un poco de cautela que yo tendría que ir por la parte de atrás de la casa y preguntarle a su esposo, pues ya había bastantes personas que estaban quedándose allí.

Di la vuelta por la parte de atrás de la casa, entré en ella y delante de mis propios ojos vi puesta en la mesa una gran cena de platos típicos de Alemania. Sentadas alrededor de la mesa había nueve personas, listas para empezar a comer. Momentáneamente me quedé de pie allí atontada, pues no había comido nada desde muy temprano por la mañana. El dueño de la casa levantó la vista y dijo firmemente: “Bueno, ¡no se quede parada ahí! ¡Diez pueden comer tan bien como nueve!”.

Sin embargo, antes de comer pregunté al señor si podía pasar la noche allí. Él accedió, y su esposa me mostró un catre que había en el corredor, precisamente en el extremo superior de las escaleras. Pensé por un momento en los hombres que se paseaban por la casa, pero le aseguré que estaba de acuerdo en dormir en el catre. Entonces ella se fue para un servicio religioso nocturno.

Durante la comida, una mujer joven que también se estaba quedando en la misma casa escuchaba atentamente la conversación, la cual rápidamente había tomado un giro que me había permitido dar testimonio acerca del Reino de Dios. Era difícil discernir exactamente cómo estaba reaccionando la joven, y después de un rato ella se retiró a su habitación.

Finalmente la señora de la casa regresó y me invitó a la sala de estar. Me mostró un ejemplar de la Biblia de la edición alemana Elberfelder, la cual tiene el nombre de Dios, Jehová, en muchos lugares. “La conseguí de un Estudiante de la Biblia hace años —dijo ella—. ¿Puede decirme si es una Biblia genuina? La he leído a menudo, pero no puedo entenderla por mí misma. Por favor, ¿puede explicarme algo de ella?”

Ya era tarde, pero nuestra conversación duró hasta bien entrada la noche. Cerca de la medianoche, la mujer más joven que había escuchado la consideración acerca del Reino durante la comida se nos unió y dijo que no podía dormir porque se había quedado pensando en las cosas que habíamos considerado. Añadió que quería darme algo para ayudarme a efectuar el viaje. Con eso, me dio 20 marcos... mucho dinero en aquellos días.

Hablé a ambas de que iba a Munich y dije que tendría que partir por la mañana, lo más temprano posible. La señora de la casa me preguntó cuándo quería levantarme, y le dije que a las cinco de la mañana, aunque ya era pasada la medianoche. Entonces, cuando me dirigía hacia el catre que había en el pasillo, ella me detuvo y dijo: “Usted no va a dormir ahí. Venga”. Abrió con llave una puerta que había en el pasillo y me mostró un cuarto de huéspedes, amueblado hermosamente, que tenía cortinas de encaje y una cómoda cama con hermosas ropas. “Aquí es donde usted va a dormir”, dijo ella.

Un desafío de otra índole

Cuando me levanté a las cinco la siguiente mañana, ya la señora y su esposo estaban sentados en la cocina y me tenían servido el desayuno. Después que hubimos desayunado, la señora tomó la bolsita escolar que yo llevaba y la llenó de bocadillos. Finalmente, ella y su esposo se pararon enfrente de la casa para despedirme, diciéndome adiós con la mano hasta que ya no los pude ver en la distancia.

Reflexioné sobre el hecho de que hacía solo 24 horas que yo había dejado a la señora Kiener, la esposa del oficial de la SS, sin apenas tener provisiones materiales. Todo lo que yo tenía entonces era la resolución de poner en primer lugar el Reino de Jehová y aprovecharme de mi recién adquirida libertad para ese fin. No obstante, antes de llegar a Munich había de ser desafiado el consejo de Jesús de buscar no solo el Reino de Dios, sino también “Su justicia”. (Mateo 6:33.)

En plena tarde, cansada y con los pies adoloridos, traté de conseguir que me llevara uno de los camiones estadounidenses que transportaban a otros refugiados en dirección a Munich. Logré que uno de ellos se detuviera, y con el poco inglés que sabía di a conocer mi petición al chofer. Él dijo que la parte de atrás del camión estaba llena, pero que podía ir en la cabina con él, y yo acepté su oferta.

A medida que nos íbamos acercando a Munich, el chofer hizo varias paradas y dejó salir a varios pasajeros en cada ocasión. Cuando estábamos a punto de entrar en la ciudad, dobló por una carretera que conducía a las estribaciones de una montaña. Al notar esto, traté de explicarle que yo quería ir a la ciudad. “¡No! —dijo él—. Vamos a ir a las montañas.”

Entonces me di cuenta de que todos los demás pasajeros se habían bajado. Traté de abrir la puerta, pero no entendía cómo se abría. La carretera iba serpenteando hacia las colinas, y por todo el camino traté de decir al chofer, en un inglés chapurreado, que no quería tener nada que ver con lo que él tenía pensado hacer. Pero él siguió conduciendo hasta que llegamos a una pequeña cañada en el bosque. Detuvo el camión y se bajó, dio la vuelta al camión hasta el lado donde yo estaba sentada y abrió la puerta. Me bajé y me paré frente a él. Él empezó a hablar de lo hermoso que estaba el día y lo bonito que era aquel lugar, y que nadie nos vería.

“Sí —dije yo—, es un hermoso día y un hermoso lugar, y puede que no haya nadie aquí, pero Jehová Dios nos ve, y Jehová nos [...] a usted y a mí.” Pero no me venía a la mente la palabra en inglés para “castigar”. ¡Así que agité las manos furiosamente ante él y le grité fuerte! Aquello pareció surtir efecto, pues obviamente su actitud cambió. Vaciló por un instante, reflexionó, luego me pidió que subiera al camión. Sin decir palabra alguna, viajamos hasta el centro de Munich, donde se detuvo y me preguntó si allí me quedaba lo bastante cerca. Le aseguré que sí. De nuevo él abrió la puerta desde la parte de afuera, y una vez más me paré cara a cara ante él. En esta ocasión, sin embargo, tomó mis manos y dijo: “Usted es una mujer justa. Ore por mí, para que mi esposa sea tan fiel como usted”.

De inmediato comencé a servir de precursora y así emprendí la obra de predicar de tiempo completo en Munich. Traté de ponerme en comunicación con la mayor cantidad posible de compañeros Testigos a fin de ayudar a poner en marcha otra vez las reuniones y otras actividades, ya que la guerra y la persecución habían interrumpido casi todas nuestras actividades de publicar el Reino.

¡Mi esposo está vivo!

Poco después de llegar a Munich me enteré de que Martin sí estaba vivo y bien. Él había sido transferido al campo de exterminio en Mauthausen, Austria, pero había sobrevivido. Junto con aproximadamente otros cien Testigos, había tenido que esperar allí hasta que les tramitaran sus documentos. Éstos los identificarían como individuos que habían sido perseguidos por el régimen de Hitler. Sin esos documentos no hubiera sido posible que ellos viajaran u obtuvieran provisiones adecuadas.

Después de enterarme de cuál era la situación, fui personalmente a ver al comandante militar estadounidense estacionado en Munich y le dije: “¡Mi esposo está en un campo de concentración de Austria, y quiero que usted envíe allá un automóvil que lo traiga de vuelta!”. Según resultaron las cosas, el comandante finalmente envió allá dos autobuses que trajeron de vuelta a todos los Testigos.

Salgo airosa de un nuevo desafío

Ahora tenía que hacer frente a otro desafío. ¡Mi esposo iba a regresar! Pero ¿dónde podíamos vivir? Yo había estado viviendo en un cobertizo de guardar herramientas que estaba detrás de una casa, y dormía en una silla, rodeada de todos los útiles de jardinería. Necesitábamos un lugar donde vivir, pero yo sabía que los siervos de Jesús deben poner en primer lugar el Reino.

Así que en oración decidí tomar todo un día de mi servicio de precursora para buscar un lugar apropiado donde vivir. Fui a la autoridad de vivienda bajo la dirección de los estadounidenses y obtuve una lista de apartamentos. Comencé temprano en la mañana del día que escogí y fui a todos los lugares que había en la lista. Al anochecer me hallé parada enfrente de la última casa alistada, después que se me había dicho, como en todas las demás, que el apartamento ya no estaba disponible. ¿Qué iba a hacer?

Pedí a Jehová en oración que me ayudara. Después de todo, Él sabía qué se necesitaba y cuidaría de los que ponían en primer lugar el Reino. Yo había dedicado todo un día de mi servicio de precursora a buscar apartamento y no había encontrado nada. Cuando terminé de orar, una vez más parecía que nada había cambiado. Pero tenía confianza en Jehová, el “Oidor de la oración” (Salmo 65:2). Así que la única cosa que podía hacer era seguir adelante y buscar una solución. Eso fue lo que hice, literalmente, y a no muchos pasos enfrente de mí vi a tres mujeres conversando en la acera. Las abordé y les pregunté si me podían dirigir a un apartamento que estuviera disponible.

Una señora de las del grupo volvió la cabeza y me dijo en un tono bastante brusco: “¡Lo que tiene que hacer es salir y encontrar uno por sí misma!”. Su descortesía me sorprendió, pero pensé: ‘¡Quizás ésta sea la solución a mi problema! Comenzaré aquí mismo en esta esquina y sencillamente iré de casa en casa’. Me dirigí a la primera casa, toqué el timbre, y una señora me saludó con las palabras: “¡Usted tiene que haber venido de la autoridad de vivienda!”. No obstante, el número de la casa de ella no había estado anotado en mi lista. Ella me llevó al apartamento, que quedaba en un segundo piso, y abrió la puerta de una habitación agradable que tenía una pequeña cocina al otro lado del pasillo... ¡y una vista espléndida de los Alpes de Baviera!

Abundantes bendiciones por mostrar fidelidad

Martin y yo nos mudamos a aquel apartamento. Por supuesto, desde el mismo principio nos mantuvimos ocupados en la obra del Reino. Yo seguí sirviendo de precursora, y Martin comenzó a hacer arreglos para visitar grupos de Testigos que vivían a cierta distancia de Munich con el fin de fortalecerlos en sentido espiritual. Él hacía solo esas excursiones de uno o dos días, puesto que todavía era muy difícil viajar.

En cierta ocasión, Martin regresó de un viaje precisamente cuando yo salía para el servicio a las 9.00 de la mañana. Me pidió que me asegurara de tenerle arreglada ropa limpia y cualquier otra cosa que le hiciera falta, porque tenía que salir a hacer otro viaje aquella tarde. Le dije que iba a salir a hacer revisitas y conducir algunos estudios bíblicos en ciertos hogares, y que estaría de vuelta a mediodía para prepararle el almuerzo y ayudarle a empacar. Dieron las doce del mediodía y pasaron, pero yo no estaba allí; ni tampoco había preparadas medias limpias ni otras cosas para el equipaje. Dieron las 4.00 de la tarde y pasaron, luego las 8.00 de la noche, y finalmente llegué a casa a las 11.00 de aquella noche, feliz por todas las buenas experiencias de que había disfrutado durante aquel día. ¡Entonces caí en cuenta! En mi entusiasmo por el servicio y mis emocionantes estudios bíblicos de aquel día, había olvidado por completo a Martin y su viaje. En aquel tiempo, ¡sencillamente no estaba acostumbrada a tener un esposo en casa!

Naturalmente, aquel estado de distracción no duró mucho tiempo. Martin tenía que pasar mucho tiempo fuera de casa, y pronto comencé a sentir vivamente su ausencia. Puesto que lo echaba de menos, yo lloraba con mucha frecuencia. Sin embargo, debido a que no quería que la dueña de la casa me viera en ningún otro estado que no fuera mi acostumbrada jovialidad, me iba a un cementerio cercano, me sentaba en un tocón y lloraba allí. Razonaba: ‘Muchísima gente viene aquí y llora. ¡Así que a nadie le parecerá extraño que yo también lo haga!’. Pero el llorar no mejoró realmente la situación.

¡Tenía muchísimas buenas experiencias al conducir, por lo menos una vez a la semana, 22 estudios bíblicos con diferentes familias! Pero quería compartir estos buenos sucesos con mi esposo. Martin había regresado y disfrutaba de buena salud; no obstante, no podíamos estar juntos. De modo que oré a Jehová sobre el asunto. También confié mi aflicción al hermano Erich Frost, quien en aquel entonces era el superintendente de la obra de predicar en Alemania. Le dije que el tener a mi esposo de vuelta solo quería decir que tenía que lavarle las medias y la ropa interior. Tal vez el hermano Frost haya pensado que me estaba animando al decirme que debería alegrarme de que al menos podía hacer eso. ¡Pero yo no estaba muy satisfecha con aquella respuesta! Sin embargo, pude sobrellevar la situación.

Algún tiempo después, a Martin se le invitó a Magdeburgo para recibir adiestramiento como siervo de los hermanos, como se conocía en aquel entonces a los superintendentes de circuito. Cuando terminó el adiestramiento, el hermano Frost anunció que tenía algo especial para Gertrud. ¡Se habían recibido instrucciones desde la central de los testigos de Jehová, en Brooklyn, de que todas las esposas que anteriormente hubieran estado sirviendo de precursoras podían unirse a sus esposos al visitar las diferentes congregaciones en la obra de circuito! ¡Mis oraciones habían sido contestadas otra vez!

Un examen retrospectivo

Mientras reflexiono sobre las muchas experiencias que hemos tenido mi esposo y yo, quedo convencida de que nuestro Padre celestial sabe las cosas que necesitamos y de que las recibiremos al debido tiempo si realmente ponemos en primer lugar en nuestra vida el Reino. También puedo ver que no he recibido cosas que en realidad no necesitara. (Mateo 6:32.)

Durante casi 31 años después de terminada la guerra, viajé con mi esposo por toda Alemania mientras él visitaba las congregaciones cristianas del país y las ayudaba en sentido espiritual. No obstante, desde 1978 he trabajado en la central mundial de los testigos de Jehová, en Brooklyn, Nueva York, donde Martin ha estado sirviendo como miembro del Cuerpo Gobernante de los Testigos de Jehová. Aunque ahora tengo 72 años de edad, ¡cuán agradecida estoy a Jehová de que todavía tengo muchas fuerzas... suficientes para pasar días enteros en el servicio del Reino!

[Fotografía de Gertrud Poetzinger en la página 25]

[Fotografía en la página 26]

Llevaba puesto el uniforme de prisionera mientras cuidaba los hijos del oficial de la SS

[Fotografía en la página 30]

Junto a mi esposo, Martin, ahora disfruto de testificar públicamente y de casa en casa en Brooklyn, Nueva York

[Ilustración en la página 28]

Una expectativa terrible: Los aviones tal vez regresarían para, en vuelo bajo, ametrallar el camión

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