BIBLIOTECA EN LÍNEA Watchtower
Watchtower
BIBLIOTECA EN LÍNEA
español
  • BIBLIA
  • PUBLICACIONES
  • REUNIONES
  • w89 1/2 págs. 22-27
  • Dios nunca nos abandona si hacemos su voluntad

No hay ningún video disponible para este elemento seleccionado.

Lo sentimos, hubo un error al cargar el video.

  • Dios nunca nos abandona si hacemos su voluntad
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1989
  • Subtítulos
  • Información relacionada
  • Relación con un Padre
  • Mis primeros días como precursora
  • Trabajamos bajo restricciones
  • El poder sustentador de Jehová
  • Dios ha tenido misericordia de mí
    La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 2008
  • Poniéndose de parte de Jehová en el gran punto de disputa
    La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1968
  • El ejemplo de mis padres me fortaleció
    La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 2005
  • Sosteniendo la verdad y el reino de Dios
    La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1977
Ver más
La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1989
w89 1/2 págs. 22-27

Dios nunca nos abandona si hacemos su voluntad

Según lo relató Grete Schmidt

NACÍ en Budapest, Hungría, en 1915. Eran los tiempos de la I Guerra Mundial y mi padre estaba en el frente de batalla con el ejército austrohúngaro. Al morir él un año después, mi madre regresó conmigo a Yugoslavia, donde vivían sus parientes.

Puesto que mi madre no volvió a casarse, tuvo que hallar trabajo, y encargó mi crianza a su hermana. Mi tía tenía una granja a unos cinco kilómetros (tres millas) de la ciudad de Maribor, en el norte de Yugoslavia. Allí pasé muchos años felices, siempre esperando los domingos, cuando mi madre venía a visitarme desde Maribor. A la misma vez, pensaba mucho en lo que sería tener el cuidado de un padre.

Relación con un Padre

Mis parientes eran católicos, y puesto que el cielo y el infierno desempeñan un papel muy importante en la religión católica, en mi mente surgió un conflicto. Yo no creía que era lo suficientemente buena como para ir al cielo, pero tampoco me consideraba lo suficientemente mala como para ser condenada al infierno. Hablé sobre esto con muchísimas personas, desde con mi abuela hasta con el cura de la aldea.

A quien más molestaba con mis preguntas era a mi madre. Por eso, meses después ella me entregó un folleto en esloveno que había obtenido en la ciudad, titulado ¿Dónde están los muertos? No lo había leído, pero pensó que el folleto me contestaría las preguntas que tenía.

¡Jamás releí tanto una publicación! Aquel folleto no solo contestó mis preguntas sobre la vida y la muerte, sino que también me mostró cómo entrar en una relación íntima con mi Padre celestial. Pedí cinco folletos más para distribuirlos frente a la iglesia.

En nuestra aldea las mujeres asistían a los oficios religiosos los domingos, pero los hombres se quedaban afuera hablando de sus temas favoritos: el ganado y la agricultura. Así, mientras el cura predicaba a las mujeres en la iglesia, yo prediqué a los hombres afuera. Yo tenía solo 15 años, y parece que a los hombres les agradó mi entusiasmo juvenil, pues pagaron por los folletos, y yo usé las contribuciones para conseguir más folletos.

Pronto el cura se enteró de lo que yo hacía, y fue a hablar con mi tía. El siguiente domingo advirtió desde el púlpito: “Estoy seguro de que en esta aldea nadie será tan ingenuo como para creer los cuentos de una quinceañera”. Esto hizo que toda la aldea se volviera contra mí. Hasta mi tía se avergonzó, e informó a mi madre que ya no podría atenderme.

Entonces me sentí verdaderamente abandonada, pero oré a Jehová y hallé consuelo y me fortalecí. Me fui a vivir con mi madre en Maribor, y vivimos juntas y muy felices. Aunque ella no compartía mi interés en lo espiritual, me permitía asistir a las reuniones de la pequeña congregación local. El 15 de agosto de 1931 simbolicé mi dedicación a Dios mediante bautismo en agua.

Para mi gran dolor, mi madre enfermó de repente y murió pocas semanas después. Llevo grabadas en la memoria sus últimas palabras: “Gretel, hija mía, sigue con tu fe. Estoy segura de que es la verdad”. Después de su muerte, de nuevo me sentí muy abandonada; sin embargo, la relación con nuestro Padre celestial me sostuvo.

Un matrimonio que no tenía hijos me acogió en su hogar, y fui aprendiza en una sastrería administrada por la señora de la casa. En sentido material todo me iba bien, pero mi deseo de corazón era servir a Dios de tiempo completo. En nuestra pequeña congregación de Maribor todos estaban convencidos de que pronto este sistema de cosas pasaría. (1 Corintios 7:29.) En secreto le oré a Jehová que aplazara su intervención hasta que yo hubiera terminado de aprender mi oficio. Terminé el 15 de junio de 1933, ¡y el día siguiente salí de casa para empezar a servir como precursora! Debido a mi juventud —tenía solo 17 años— hasta algunos de los hermanos trataron de disuadirme de empezar, pero yo estaba resuelta.

Mis primeros días como precursora

Mi primera asignación fue Zagreb, una ciudad de unos 200.000 habitantes no muy lejos de Maribor. La congregación constaba de solo seis publicadores. Aprendí mucho trabajando con el hermano Tuc̀ek, el primer precursor de Yugoslavia. Después, trabajé sola por casi un año. Sin embargo, gradualmente llegaron más precursores de Alemania, porque poco antes el gobierno nazi había proscrito allí la predicación.

Ayudé a varios matrimonios de precursores sirviéndoles de intérprete. El trabajar con estos cristianos maduros fue una experiencia muy valiosa para mí. Mientras más conocimiento y entendimiento adquirí, más aprecié el privilegio de predicar las buenas nuevas del Reino.

Con el tiempo fuimos un buen grupo de 20 precursores en los estados balcánicos. Nuestro esfuerzo común de dar a conocer la Palabra de Dios nos unió; cada uno estaba dispuesto a ayudar al otro en toda necesidad. En todos estaba la disposición de servir que solo se halla en el pueblo de Dios. Este ‘vínculo especial de unión’, el amor, sigue fuerte entre los de aquel grupo que todavía vivimos. (Colosenses 3:14.)

La vida del precursor es rica en experiencias y tan variada como las nubes del cielo. Nos enriquecía la inapreciable experiencia de conocer nuevas tierras y pueblos, así como diversas costumbres y estilos de vida. Además, podíamos experimentar el cuidado que Jehová da a sus siervos fieles, como lo manifiesta Pablo en Efesios 3:20: ‘Según su poder que está operando en nosotros, él está haciendo más que sobreabundantemente en exceso de todas las cosas que pedimos o concebimos’.

El cuidado amoroso de Jehová se pudo ver cuando el hermano Honegger vino desde Suiza a visitarnos y notó que teníamos que caminar hasta 40 kilómetros (25 millas) para llegar a las aldeas lejanas en los alrededores de Zagreb. Observó que tan pronto como salíamos de la ciudad nos quitábamos los zapatos y los llevábamos colgados de los hombros para que no se nos gastaran las suelas. Por eso nos compró 12 bicicletas, aunque, como dijo después, ¡aquello acabó con todos sus ahorros! Jehová ciertamente mueve el corazón de los rectos. Las bicicletas, como una dádiva del cielo, nos fueron muy útiles durante 25 años de servicio como precursores.

En cierta ocasión Willi y Elisabeth Wilke y yo llegamos a una aldea croata de buen tamaño, y cada uno trabajó independientemente... desde fuera de la aldea hacia el centro. Ofrecíamos el folleto El Gobernante justo, que tenía una ilustración de Jesucristo en la cubierta. Apenas un año antes, en 1934, un asesino le había quitado la vida al rey Alejandro de Yugoslavia, y se esperaba que su hijo Pedro le sucediera en el trono. Sin embargo, los aldeanos preferían la autonomía a tener un rey de Servia (en el sur de Yugoslavia).

Después de haber predicado como por dos horas, oímos un alboroto en la plaza de la aldea. Allí, el hermano Wilke y yo vimos a la hermana Wilke rodeada por un grupo de unos 20 hombres y mujeres; algunos estaban armados con hoces, otros quemaban folletos de los que distribuíamos. La hermana Wilke no conocía bien el idioma de la gente y no podía disipar la desconfianza de los aldeanos.

“Señoras y señores —clamé—: ¿Qué hacen?”

“¡No queremos al rey Pedro!”, contestaron casi al unísono.

“Tampoco nosotros”, respondí.

Sorprendidos, algunos señalaron a la ilustración de la portada del folleto y preguntaron: “Entonces, ¿por qué están esparciendo esta propaganda a favor de él?”. ¡Habían confundido a Jesucristo con el rey Pedro!

Aclaramos el malentendido y dimos un buen testimonio acerca del Rey Jesucristo. Después, algunos que habían quemado sus folletos quisieron obtener otros. Partimos de la aldea alegres, seguros de que Jehová nos había protegido.

Después extendimos la predicación a Bosnia, en el centro de Yugoslavia. Allí casi la mitad de la población era musulmana, y otra vez nos enfrentamos con nuevas costumbres y mucha superstición. En las aldeas la gente nunca había visto a una mujer en bicicleta, de modo que nuestra llegada causó sensación y estimuló la curiosidad. Los líderes religiosos esparcieron el rumor de que una mujer en bicicleta le había traído mala suerte a cierta aldea. Por eso, después dejábamos las bicicletas fuera de las aldeas y entrábamos caminando.

Puesto que para aquel tiempo nuestra literatura estaba proscrita, la policía nos arrestaba frecuentemente. Por lo general nos ordenaban que saliéramos de la provincia. Dos miembros de la policía nos acompañaban hasta la frontera, una distancia que variaba de 50 a 100 kilómetros (30 a 60 millas). Les sorprendía que fuéramos tan buenos ciclistas, y pudiéramos ir al paso con ellos a pesar de que llevábamos toda nuestra ropa, literatura y una pequeña estufa de queroseno. Los guardias siempre se alegraban cuando llegábamos a una posada, y solían invitarnos a beber algo o hasta a comer. Disfrutábamos de lo que nos ofrecían, pues nuestra pequeña mesada no nos permitía aquellos gastos. Por supuesto, aprovechábamos la oportunidad para hablarles sobre nuestra esperanza, y a menudo aceptaban algunas de las publicaciones “prohibidas”. En la mayoría de los casos nos despedíamos amigablemente.

Entonces llegó el año 1936. Predicábamos en Servia cuando nos enteramos de que en septiembre se celebraría una asamblea internacional en Lucerna, Suiza. Un autobús especial partiría de Maribor, pero Maribor se hallaba a 700 kilómetros (430 millas) de donde estábamos, ¡un largo viaje en bicicleta! A pesar de todo, empezamos a ahorrar dinero, y al fin hicimos el viaje.

En vez de pagar por alojarnos en una casa de huéspedes, pedíamos permiso a los granjeros para pasar la noche en los henales. Por la mañana les preguntábamos si nos vendían un poco de leche, pero muchas veces nos la daban gratis y hasta añadían un desayuno completo. Se nos mostraba mucha bondad, y todavía recordamos esto como parte agradable de nuestras experiencias de precursores.

Antes de que partiéramos de Maribor hacia Lucerna, llegaron otros precursores de Alemania. Entre ellos estuvo Alfred Schmidt, quien había servido por ocho años en el Betel de Magdeburgo, Alemania. Un año después Alfred y yo nos casamos.

Casi todos los precursores de Yugoslavia pudieron asistir a la asamblea de Lucerna. Aquella fue mi primera asamblea, y me conmovió mucho el amor y la atención de los hermanos suizos, y me impresionó lo agradable de la ciudad de Lucerna. ¡Poco me imaginaba que 20 años después serviría como precursora allí!

Trabajamos bajo restricciones

Al regresar de la hermosa Suiza, pronto experimentamos verdadera persecución. Nos arrestaron y nos encerraron en la prisión principal de Belgrado. El hermano a cargo de la obra en Yugoslavia solicitó permiso para visitarnos, pero se le negó. Sin embargo, habló en voz tan alta con un carcelero que pudimos oírle, y tan solo oírle nos fortaleció.

Unos días después nos llevaron esposados a la frontera de Hungría; nos habían confiscado la literatura y el dinero. Por eso, llegamos a Budapest casi sin fondos, pero con muchos piojos que transportábamos desde la prisión. Pronto nos encontramos con otros precursores y empezamos a predicar junto con ellos.

Cada lunes los precursores de Budapest íbamos al baño turco, y, mientras estábamos allí, por separado las hermanas y los hermanos disfrutábamos de un “intercambio de estímulo [...] cada uno mediante la fe del otro”. (Romanos 1:12.) El reunirnos con regularidad nos permitía también saber quién estaba enfermo o en prisión.

Seis meses después, cuando apenas nos habíamos acostumbrado a los nuevos alrededores, expiró nuestro visado de residencia en Hungría. Mientras tanto, Alfred y yo nos habíamos casado. Entonces recibimos instrucciones de conseguir un visado para Bulgaria. El matrimonio de precursores que trabajaba allí había sido expulsado del país, y diez mil folletos que habían pedido estaban listos en una pequeña imprenta en Sofía. Los libros de aquellos precursores habían sido quemados en público, de modo que sabíamos el trato que nos esperaba.

Al fin obtuvimos un visado que nos permitiría pasar tres meses en Bulgaria. Mientras pasábamos por Yugoslavia de noche, un hermano responsable se reunió con nosotros en cierta estación escogida de antemano y nos dio el dinero que necesitábamos para comprar los folletos. Al fin llegamos sin percance a Sofía y hallamos alojamiento conveniente.

Sofía era una ciudad moderna de unos 300.000 habitantes, pero no había Testigos allí. El día después de llegar fuimos a la imprenta. El dueño sabía que nuestra literatura estaba proscrita y que el matrimonio que había pedido los folletos había sido deportado, así que, cuando supo que habíamos venido para comprar los folletos, casi nos abrazó. Pusimos los folletos en unas bolsas y pasamos cerca de varios policías, ¡alegres de que no pudieran oír cómo nos palpitaba el corazón!

Nuestro siguiente problema fue dónde guardar los folletos y cómo distribuir entre la gente una cantidad tan grande en solo tres meses. Sí, ¡aquella pila de folletos me daba miedo! Nunca había visto tantos. Pero de nuevo Jehová nos ayudó. Tuvimos mucho éxito, pues distribuíamos unos 140 folletos al día, y pocas semanas después llegaron los hermanos Wilke para ayudarnos.

Sin embargo, un día por poco nos azota la calamidad. Estuve predicando en una zona de negocios donde, en cada puerta, veía una placa de bronce con el nombre del doctor fulano o el doctor zutano. Después de dos horas, hablé con un hombre de edad avanzada que me miró con desconfianza. Preguntó si yo sabía dónde me hallaba.

“No estoy segura de qué clase de edificio es este, pero he notado que parece que todos los buenos abogados tienen su oficina aquí”, respondí.

“Está en el Ministerio del Interior”, respondió él.

Aunque casi se me paralizó el corazón, respondí con calma: “Ah, ¡por eso han sido tan amigables conmigo todos estos caballeros!”. Esto ablandó su actitud, y me entregó mi pasaporte después de examinarlo con cuidado. Partí de allí con un suspiro de alivio, agradecida a Jehová por su protección.

Finalmente distribuimos todos los folletos, y llegó el día de partir de Bulgaria, “el país de las rosas”. Se nos hizo difícil dejar a aquella gente tan amable, pero su recuerdo siempre está con nosotros.

Puesto que teníamos pasaportes alemanes, pudimos regresar a Yugoslavia, pero solo se nos permitió una corta estadía. Después, para evitar que nos arrestaran, teníamos que dormir en un lugar diferente cada noche. Vivimos así por unos seis meses. Entonces, a fines de 1938, recibimos una carta de la oficina de la Sociedad en Berna, Suiza, con las instrucciones de que tratáramos de ir a Suiza. El ejército nazi ya había ocupado Austria, y crecía la presión política. De hecho, el gobierno yugoslavo ya había puesto en manos de los nazis a algunos precursores alemanes.

Por eso mi esposo y yo viajamos por separado a Suiza, Alfred por Italia y yo por Austria. Para felicidad nuestra, pudimos reunirnos de nuevo, y recibimos la asignación de trabajar en la granja de la Sociedad, Chanélaz, y después en el Betel de Berna. Esta fue una experiencia totalmente nueva para mí. Ahora tuve que aprender a trabajar en un hogar al estilo suizo, y llegué a apreciar como nunca antes la organización de Jehová.

El poder sustentador de Jehová

Alfred y yo servimos en Betel durante la II Guerra Mundial, y después, en 1952, ingresamos de nuevo en el servicio de precursor, la actividad que había moldeado nuestra vida. Nunca tuvimos hijos, pero a través de los años hemos recibido muchas expresiones de amor de nuestros hijos espirituales. Por ejemplo, en febrero de 1975 recibimos la siguiente nota:

“Recuerdo el día en que un hombre sabio de cabellos grises visitó a un terco consejero de la Iglesia Evangélica y le ofreció un estudio bíblico. Con reservas y en actitud de crítica, mi familia y yo aceptamos el estudio y después examinamos cada punto tal como lo hicieron los bereanos, hasta que tuvimos que admitir que nos habían traído la verdad. [...] ¡Qué Padre tan bondadoso es Jehová Dios! ¡A él vayan la alabanza y la honra y las gracias por toda su bondad y misericordia! Pero también queremos expresarles nuestras gracias a ustedes, Alfred y Gretel, tan amados para nosotros, por la paciencia que desplegaron con nosotros. Que Jehová los bendiga por eso. Sinceramente esperamos que él también nos dé la fuerza que necesitamos para perseverar”.

En noviembre de 1975 mi esposo Alfred murió de súbito de un ataque cardíaco. Habíamos servido juntos a Jehová por 38 años, experimentando los gozos y las dificultades del servicio de precursor. Esto hizo que nuestra relación fuera muy íntima. Sin embargo, después de su muerte experimenté de nuevo el sentimiento de que algo me faltaba y de que había sido abandonada. Pero me refugié en Jehová, y de nuevo recibí consuelo.

Mi relación con nuestro Padre celestial me ha sostenido por más de 53 años en su servicio de tiempo completo. Y continúo pensando como Jesucristo, quien dijo: “No estoy solo, porque el Padre está conmigo”. (Juan 16:32.)

[Fotografía en la página 23]

Alfred y Frieda Tuc̀ek en 1937, como precursores en Yugoslavia, con todo su equipo

[Fotografía en la página 25]

Alfred y Grete Schmidt en 1938, como precursores en Mostar, la sección musulmana de Yugoslavia

[Fotografía de Grete Schmidt en la página 26]

    Publicaciones en español (1950-2025)
    Cerrar sesión
    Iniciar sesión
    • español
    • Compartir
    • Configuración
    • Copyright © 2025 Watch Tower Bible and Tract Society of Pennsylvania
    • Condiciones de uso
    • Política de privacidad
    • Configuración de privacidad
    • JW.ORG
    • Iniciar sesión
    Compartir