Sigo los pasos de mis padres
RELATADO POR HILDA PADGETT
“Mi vida está dedicada al servicio del Altísimo —leía el informe de prensa—, y no puedo servir a dos amos.” Estas palabras de la declaración que hice en 1941 ante las autoridades del Ministerio Británico de Trabajo y Servicio Nacional exponían la razón por la que me negaba a prestar servicio obligatorio en un hospital durante la II Guerra Mundial. Poco después se me sentenció a tres meses de prisión por mi resolución.
¿POR qué me hallaba en ese aprieto? No, no se debía a algún capricho juvenil o a comportamiento rebelde. En realidad, los motivos se remontaban hasta mi infancia.
El celo de mi padre por el Reino
Nací el 5 de junio de 1914 en Horsforth, cerca de Leeds, en el norte de Inglaterra. Mis padres, Atkinson y Pattie Padgett, eran maestros de la escuela dominical e integrantes del coro de la Capilla Metodista Primitiva, donde mi padre tocaba el órgano. Durante mi infancia, nuestro hogar era feliz, excepto por una cosa. A papá le preocupaban las condiciones mundiales. Odiaba la guerra y la violencia, y creía en el mandamiento bíblico: “No matarás”. (Éxodo 20:13, Reina-Valera.)
En 1915, el gobierno exhortó a los jóvenes a alistarse voluntariamente en el ejército con el fin de evitar el reclutamiento forzoso. Con cierto recelo, papá esperó todo el día bajo la lluvia su turno para inscribirse. Al día siguiente, su vida habría de cambiar.
Mientras trabajaba de plomero en una mansión, conversó con otros empleados acerca de los sucesos mundiales. El jardinero le obsequió un pequeño tratado: Gathering the Lord’s Jewels (Recogimiento de las joyas del Señor). Mi padre lo leyó y releyó en casa. “Si esta es la verdad —decía—, entonces todo lo demás es falso.” Al día siguiente pidió más información, y por tres semanas estuvo estudiando la Biblia todas las noches hasta la madrugada. Sabía que había hallado la verdad. El domingo 2 de enero de 1916 anotó en su diario: “Asistí a la capilla por la mañana y por la noche a la IBSA [siglas en inglés de Asociación Internacional de Estudiantes de la Biblia, como se conocía en aquel entonces a los testigos de Jehová de Inglaterra]. Estudié Hebreos 6:9-20. Primera visita a la hermandad”.
La oposición llegó pronto. Nuestros familiares y algunos amigos de la capilla pensaron que papá había perdido el juicio. Pero él había tomado una decisión. Se entregó de lleno a las reuniones y al estudio, y en marzo simbolizó su dedicación a Jehová por medio del bautismo en agua. Después que estuvo asistiendo él solo a las reuniones por unas semanas, mamá dejó de oponerse. Me puso en mi cochecito y caminó los 8 kilómetros hasta Leeds, donde llegó precisamente cuando terminaba la reunión. Imagine la alegría de mi padre. A partir de ese momento, nuestra familia se unió en el servicio a Jehová.
Mi padre estaba en una situación muy difícil: se había enrolado en el ejército y a las pocas semanas ya era objetor de conciencia. Cuando lo mandaron llamar, se negó a tomar un arma, así que en julio de 1916 tuvo que afrontar el primero de cinco consejos de guerra, y fue sentenciado a noventa días de prisión. Tras cumplir su primera sentencia, recibió un permiso de quince días, seguido de otro consejo de guerra y otros noventa días de cárcel. Luego de la segunda sentencia se le transfirió al Cuerpo Médico del Ejército Real, y el 12 de febrero de 1917 zarpó en un barco para transporte de tropas con destino a Rouen (Francia). Su diario revela que su posición allí lo hacía sentirse cada día peor. Se dio cuenta de que simplemente estaba ‘remendando’ soldados para que volvieran a combatir.
Una vez más se negó a participar. Esta vez el consejo de guerra lo sentenció a cinco años en la prisión militar británica de Rouen. Cuando mi padre solicitó que lo transfirieran a una prisión civil por ser objetor de conciencia, lo castigaron durante tres meses a pan y agua; después le dieron la alimentación regular de la prisión hasta que recuperó peso, y volvieron a repetir el proceso. Durante el día lo esposaban con las manos a la espalda, y por la noche y durante las comidas, con las manos al frente. Toda la vida llevó en las muñecas las cicatrices de las esposas, que por ser tan pequeñas, se le hundían en la carne y le provocaban heridas supurantes. También lo encadenaron de la cintura.
Las autoridades militares hicieron cuanto estuvo en su mano para quebrantar su determinación, pero de nada sirvió. Le quitaron su Biblia y sus libros bíblicos. No le permitieron recibir cartas de casa ni enviar correspondencia. Al cabo de dos años se propuso demostrar su sinceridad mediante una huelga de hambre. Durante siete días mantuvo su resolución de no comer ni beber, y tuvieron que internarlo gravemente enfermo en el hospital de la prisión. Demostró lo que quería, pero casi le va la vida en el empeño. Años después comprendió que había hecho mal al arriesgar su vida de ese modo y que nunca debía hacerlo de nuevo.
Cuando terminó la guerra, en noviembre de 1918, papá siguió en la prisión de Rouen; pero a comienzos del año siguiente lo transfirieron a una prisión civil de Inglaterra. Imagine su alegría cuando recibió todas las cartas y los paquetes acumulados de mi madre, además de su valiosa Biblia y sus libros. Fue trasladado a la prisión de Winchester, donde conoció a un hermano joven que había tenido experiencias similares durante la guerra. Se llamaba Frank Platt, y posteriormente sirvió en el Betel de Londres por muchos años. Planeaban reunirse al día siguiente, pero Frank fue transferido a otro sitio.
El 12 de abril de 1919, mamá recibió un telegrama que decía: “¡Aleluya! Regreso a casa. Voy a llamar al Betel de Londres”. ¡Qué alegría, después de tres años de pruebas, agobio y separación! Lo primero que pensó mi padre fue llamar a Londres y reunirse con los hermanos de Betel. Allí, en el número 34 de Craven Terrace, le dieron un amoroso recibimiento. Después de bañarse, afeitarse y ponerse un traje y un sombrero prestados, papá regresó a casa. ¿Puede imaginarse nuestro encuentro? Yo tenía casi 5 años y no lo recordaba.
La primera reunión a la que asistió estando libre fue la Conmemoración. Al subir las escaleras del salón se encontró nada menos que con Frank Platt, quien había sido internado en el hospital militar de Leeds. ¡Con cuánta alegría compartieron sus experiencias! Desde entonces nuestra casa fue el segundo hogar de Frank hasta que le dieron de alta.
El servicio fiel de mi madre
Durante la ausencia de papá, mi madre trabajó de lavandera para complementar la pequeña pensión que recibía de las autoridades. Los hermanos eran muy bondadosos con nosotras. De vez en cuando, alguno de los ancianos de la congregación le entregaba un pequeño sobre con una contribución anónima. Mamá siempre decía que el amor de los hermanos la atrajo a Jehová y la ayudó a perseverar durante aquellos tiempos difíciles. Asistió fielmente a las reuniones mientras papá estuvo ausente. Su prueba más difícil fue que durante más de un año no supo si mi padre estaba vivo o muerto. La carga se hizo más pesada en 1918, cuando ambas contrajimos la gripe española. La gente moría por todas partes. Las personas que socorrían a sus vecinos se contagiaban y morían. Seguramente la escasez de alimento que había en ese tiempo mermó la resistencia de las personas al contagio.
Las palabras del apóstol Pedro resultaron muy ciertas en el caso de nuestra familia: “Después que ustedes hayan sufrido por un poco de tiempo, [...] Dios [...] los hará firmes, él los hará fuertes”. (1 Pedro 5:10.) El sufrimiento que experimentaron mis padres produjo en ellos una fe inquebrantable en Jehová, una seguridad absoluta de que él se interesa por nosotros y de que nada puede separarnos de su amor. Yo tuve la singular bendición de ser educada en esa fe. (Romanos 8:38, 39; 1 Pedro 5:7.)
Sirvo en la juventud
Cuando se liberó a mi padre, el servicio del Reino se convirtió en el eje de nuestra vida. No recuerdo haberme perdido una reunión, salvo por enfermedad. Poco después de volver a casa, papá vendió su máquina fotográfica de placas y la pulsera de oro de mi madre a fin de reunir dinero para asistir a la asamblea de distrito. Aunque no podíamos costear unas vacaciones, nunca nos perdimos aquellas reuniones, ni siquiera las de Londres.
Los primeros dos o tres años posbélicos fueron reparadores. Mis padres aprovechaban toda oportunidad para reunirse y fraternizar con los hermanos. Recuerdo que cuando era niña, visitábamos a los hermanos y las hermanas, y yo permanecía pintando y dibujando mientras los mayores hablaban por horas de los aspectos nuevos de la verdad. Las conversaciones, los cantos alrededor del órgano y el disfrute de la agradable compañía los hacían muy felices y les infundían nuevos ánimos.
Mis padres me educaron con mucha firmeza. En la escuela siempre fui diferente, incluso a la edad de 5 años leía mi “Nuevo Testamento” mientras la clase aprendía el catecismo. Tiempo después, me exhibieron por toda la escuela como “objetora de conciencia” porque no participé en los actos de celebración del día en que se recuerda a los caídos en la guerra.a No lamento que me hayan educado así. De hecho, fue una protección y me hizo más fácil andar en el ‘camino estrecho’. A cualquier lugar que iban mis padres, a las reuniones o al servicio, yo iba con ellos. (Mateo 7:13, 14.)
Recuerdo de manera especial aquel domingo por la mañana en que comencé a predicar. Contaba apenas 12 años. Recuerdo que cierto domingo por la mañana, siendo yo una adolescente, dije que me quedaría en casa. Nadie me criticó ni me obligó a salir, de modo que me quedé en el jardín estudiando la Biblia con una profunda sensación de incomodidad. Una o dos semanas después le dije a papá: “Creo que saldré contigo esta mañana”. Desde entonces nunca volví a retraerme.
El año de 1931 fue maravilloso. No solo recibimos nuestro nuevo nombre, testigos de Jehová, sino que me bauticé en la asamblea nacional que celebramos en el Alexandra Palace, de Londres. Nunca olvidaré ese día. Llevábamos largas túnicas negras, y la mía aún estaba húmeda, pues la habían usado momentos antes.
De niña siempre anhelé ser repartidora, como se conocía entonces a los predicadores de tiempo completo. Cuando crecí, pensé que debía participar más en el servicio a Jehová. Por eso, en marzo de 1933, a la edad de 18 años, me integré en el grupo de siervos de tiempo completo.
Disfrutábamos de modo especial de las “semanas de precursor” en algunas ciudades grandes; nos reuníamos hasta una docena de siervos de tiempo completo, nos hospedábamos con los hermanos locales y trabajábamos como equipo. Distribuíamos folletos a los guías religiosos y demás personas destacadas. Se necesitaba valor para hablar con ellos. La mayoría nos recibía con mofa, y muchos nos dieron con la puerta en la cara. Nada de eso nos desalentó; llenos como estábamos de entusiasmo, nos regocijaba ser vituperados por causa del nombre de Cristo. (Mateo 5:11, 12.)
En Leeds adaptamos un carrito, un triciclo, la motocicleta con sidecar (cochecito lateral) de papá y después su automóvil para transportar máquinas sonoras. Dos hermanos se paraban en una calle con el aparato, ponían un disco de música a fin de atraer a las personas a la puerta y luego reproducían un discurso de cinco minutos del hermano Rutherford. Después pasaban a la siguiente calle mientras nosotros, los publicadores, seguíamos ofreciendo las publicaciones bíblicas.
Por varios años apoyamos con nuestra presencia los discursos de una hora del hermano Rutherford que se reproducían en la tribuna de la plaza del Ayuntamiento los domingos al anochecer, después de nuestra reunión; repartíamos invitaciones y hablábamos con todos los que mostraban interés. Llegamos a ser muy conocidos allí. Hasta la policía nos respetaba. Una noche que nos reunimos como de costumbre, escuchamos a lo lejos los tambores de una banda. Al poco rato, el desfile de un centenar de fascistas llegó a nuestro lado. Marcharon alrededor y se detuvieron detrás de nosotros con sus banderas en alto. Cuando el grupo se detuvo, se hizo un silencio precisamente en el momento en que resonó la voz del hermano Rutherford: “Que saluden a sus banderas y que alaben a los hombres si así lo desean. Nosotros adoraremos y alabaremos solo a Jehová nuestro Dios”. Nos preguntábamos cómo reaccionarían. No sucedió nada, salvo que recibieron un buen testimonio y la policía les hizo guardar silencio para que pudiésemos escuchar el resto del discurso.
En aquel entonces se empezaba a emplear el fonógrafo, que resultó muy útil para dar un gran testimonio. Las personas salían al umbral de la casa y nosotros fijábamos la mirada en el disco para animarlas a escuchar los sermones grabados de cinco minutos. Los amos de casa a menudo nos invitaban a entrar y les gustaba que regresáramos a poner más discos.
El año de 1939 estuvo lleno de premuras y dificultades a causa de los brotes de oposición y violencia. Antes de una asamblea, las turbas callejeras asediaron a los hermanos. Por lo tanto, durante la asamblea se formó un grupo de varones con automóvil para que predicaran en las zonas conflictivas, mientras las hermanas y otros hermanos hacían lo propio en lugares más seguros. Mientras trabajaba en cierta calle con un grupo, crucé por un callejón para visitar las casas del otro lado. Estaba hablando en una casa cuando escuché un alboroto de gritos y llantos al otro lado de la calle. Sencillamente seguí hablando con la persona hasta que las cosas se calmaron. Cuando crucé de nuevo el callejón, me di cuenta de que los hermanos se habían asustado mucho al no encontrarme. Más tarde ese día, los alborotadores quisieron interrumpir nuestra reunión, pero los hermanos no se lo permitieron.
Comienza la II Guerra Mundial
El reclutamiento se hizo obligatorio, y muchos hermanos jóvenes fueron encarcelados de tres a doce meses. Fue entonces cuando a mi padre le concedieron el privilegio de ser visitante penitenciario. Todos los domingos dirigía el Estudio de La Atalaya en la cárcel local. Los miércoles por la noche visitaba a los hermanos en sus celdas. Dada su larga y dura experiencia en prisión durante la I Guerra Mundial, se sentía muy contento de servir a los que afrontaban pruebas similares. Hizo esto durante veinte años, hasta su muerte, en 1959.
Para 1941 estábamos acostumbrándonos a la acritud y hostilidad con que muchas personas se expresaban sobre nuestra postura de neutralidad. No era fácil exhibir las revistas en las calles y afrontar la situación. Pero al mismo tiempo nos alegraba ayudar a los refugiados que se alojaban en nuestra zona: lituanos, polacos, estonios, alemanes. ¡Qué agradable era observar el brillo de sus ojos cuando veían La Atalaya y Consolación (hoy, ¡Despertad!) en su propio idioma!
Entonces llegó el juicio por mi neutralidad durante la II Guerra Mundial. La vida en prisión era dura; pasaba en mi celda diecinueve horas al día. Los primeros tres días fueron los más difíciles, pues estaba sola. Al cuarto día exigieron que me presentara en la oficina del gobernador. Allí encontré de pie a otras dos chicas. Una de ellas me preguntó en voz baja: “¿Por qué estás en prisión?”. “Te sorprendería saberlo”, le contesté. Musitó con cierto nerviosismo: “¿Eres testigo de Jehová?”. La otra muchacha alcanzó a oír y nos preguntó a ambas: “¿Ustedes también son Testigos?”. Las tres nos abrazamos. Ya no estábamos solas.
Disfruto del servicio de tiempo completo
Al salir de la prisión, reanudé el servicio de tiempo completo en compañía de una joven de 16 años que acababa de dejar la escuela. Nos mudamos a Ilkley, un bonito pueblo situado en los límites de Yorkshire Dales. Durante seis meses buscamos un lugar apropiado para las reuniones. Finalmente alquilamos una pequeña cochera y la convertimos en un Salón del Reino. Papá nos ayudó mucho instalando la luz y la calefacción. También decoró el inmueble. La congregación cercana nos apoyó durante varios años asignando oradores todas las semanas. Gracias a la bendición de Jehová, prosperamos y aumentamos hasta formar una congregación.
En enero de 1959 papá enfermó repentinamente. Me pidieron que fuera a casa, y él falleció en abril. Los años que siguieron fueron muy duros. La salud de mamá empezó a declinar y con ello su memoria, lo que supuso una lucha para mí. Pero el espíritu de Jehová me sostuvo, y pude cuidar de ella hasta su deceso, en 1963.
En el transcurso de los años Jehová ha derramado sobre mí muchas bendiciones, demasiadas para poder contarlas. He visto mi congregación crecer y dividirse cuatro veces, y producir publicadores y precursores que han servido de misioneros en países tan lejanos como Bolivia, Laos y Uganda. Nunca me casé ni tuve hijos. No lo lamento; siempre estuve muy ocupada. Aunque no tengo una familia carnal, he tenido muchos hijos y nietos en el Señor, sí, “el céntuplo”. (Marcos 10:29, 30.)
A menudo invito a precursores y publicadores jóvenes a mi casa a disfrutar de compañerismo cristiano. Preparamos juntos el Estudio de La Atalaya. Además, contamos experiencias y entonamos cánticos del Reino, como solían hacerlo mis padres. Rodeada de la jovialidad de los muchachos, mantengo una actitud juvenil y feliz. No concibo una vida mejor para mí que la que brinda el servicio de precursor. Le agradezco a Jehová el privilegio de haber podido seguir los pasos de mis padres y le pido en oración que me permita continuar sirviéndole por toda la eternidad.
[Nota a pie de página]
a En conmemoración del fin de la guerra en 1918 y, después, en 1945.
[Fotografía/Ilustración en la página 23]
Hilda Padgett con sus padres, Atkinson y Pattie
El tratado que despertó en mi padre el interés por la verdad