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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1996
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1996
w96 1/9 págs. 25-28

Sirvo al Dios digno de confianza

Relatado por Kimon Progakis

Era una gélida noche de 1955. Mi esposa, Giannoula, y yo empezábamos a preocuparnos al ver que George, nuestro hijo de 18 años, no volvía del quiosco donde trabajaba. De repente, un policía tocó a la puerta. “Su hijo fue atropellado cuando venía de camino en su bicicleta —dijo—, y está muerto.” Entonces, inclinándose hacia adelante, susurró: “Les dirán que fue un accidente; pero, créanme, lo asesinaron”. El sacerdote y varios líderes paramilitares de la localidad se habían conjurado para matarlo.

EN AQUELLOS años, cuando Grecia comenzaba a recuperarse de un período de contiendas y penalidades, ser testigo de Jehová era peligroso. Conocía por experiencia propia el poder que tenían la Iglesia Ortodoxa Griega y las organizaciones paramilitares, pues había sido miembro activo de ellas por más de quince años. Permítame narrarle los sucesos que desembocaron en aquella tragedia familiar hace más de cuarenta años.

Mi crianza en Grecia

Nací en 1902, de familia acomodada, en una aldea vecina a la ciudad griega de Calcis. Mi padre militaba activamente en la política de la región, y nuestra familia era devota de la Iglesia Ortodoxa Griega. Me convertí en un ávido lector de libros de política y religión en una época en que la mayoría de mis paisanos eran iletrados.

La pobreza y la injusticia que reinaban a principios del siglo XX suscitaron en mí el deseo de ver un mundo mejor. Creía que la religión debería ser capaz de mejorar la situación lastimosa de mis compatriotas. Debido a mis inclinaciones religiosas, los líderes de la aldea me propusieron como sacerdote ortodoxo de la comunidad. Sin embargo, a pesar de que había visitado muchos monasterios y había sostenido largas conversaciones con obispos y abades, no me sentí ni preparado para asumir semejante responsabilidad ni deseoso de hacerlo.

En medio de la guerra civil

Años más tarde, en abril de 1941, Grecia fue ocupada por los nazis, lo que desencadenó un aciago período de asesinatos, hambre, privaciones e inefable sufrimiento. Se organizó un fuerte movimiento de resistencia, y yo me uní a uno de los grupos guerrilleros que luchaban contra los invasores nazis. Como resultado, incendiaron mi casa varias veces, me dispararon y destruyeron mis cosechas. A principios de 1943, mi familia y yo no tuvimos más remedio que refugiarnos en las escarpadas montañas, donde permanecimos hasta que terminó la ocupación alemana, en octubre de 1944.

Tras la retirada de los alemanes estallaron las luchas políticas y civiles. El grupo de resistencia guerrillera al que yo pertenecía se convirtió en una de las más importantes fuerzas de combate durante la guerra civil. Si bien me atraían los ideales comunistas de justicia, igualdad y camaradería, la realidad acabó dejándome totalmente decepcionado. Dado que ocupaba un alto cargo en el grupo, comprobé personalmente que el poder tiende a corromper a la gente. A pesar de las teorías y los ideales aparentemente nobles, el egoísmo y la imperfección malogran los mejores propósitos políticos.

Lo que más me perturbó fue ver que en varios frentes del conflicto civil había clérigos ortodoxos empuñando las armas para matar a sus correligionarios. Pensé para mis adentros: ‘¿Cómo pueden estos eclesiásticos afirmar que representan a Jesucristo, si él advirtió: “Todos los que toman la espada perecerán por la espada”?’. (Mateo 26:52.)

En 1946, durante la guerra civil, vivía oculto en un lugar cercano al pueblo de Lamia, en el centro de Grecia. Como tenía toda la ropa desgastada, decidí ir disfrazado a la ciudad para que un sastre me confeccionara algunas prendas. Cuando llegué, me encontré en medio de un acalorado debate, en el que al poco rato intervine para hablar no de política, sino de mi viejo amor: la religión. Al observar que mis puntos de vista tenían cierto fundamento, los espectadores me sugirieron que hablara con un tal “profesor de teología”, a quien fueron a buscar enseguida.

Encuentro una esperanza confiable

En la conversación que se suscitó a continuación, el “profesor” me preguntó cuál era la base de mis creencias. “Los Santos Padres y los concilios ecuménicos”, repliqué. En lugar de contradecirme, abrió su pequeña Biblia en Mateo 23:9, 10, y me pidió que leyera las palabras de Jesús: “Además, no llamen padre de ustedes a nadie sobre la tierra, porque uno solo es su Padre, el Celestial. Tampoco sean llamados ‘caudillos’, porque su Caudillo es uno, el Cristo”.

Aquello me abrió los ojos. Percibí que el hombre decía la verdad. Cuando mencionó que era testigo de Jehová, le pedí algunas publicaciones para leer. Entonces me trajo el libro Luz, que es un comentario al libro bíblico de Revelación (Apocalipsis), y me lo llevé al escondite. Por mucho tiempo, las bestias de Revelación habían sido un misterio para mí; pero aprendí que representaban organizaciones políticas existentes en nuestro siglo XX. Empecé a ver que la Biblia era práctica para nuestros tiempos y que debía estudiarla y conformar mi vida a sus enseñanzas.

Capturado y encarcelado

Poco después, los soldados irrumpieron en mi escondite, me capturaron y me arrojaron en un calabozo. Puesto que era un fugitivo buscado desde hacía algún tiempo, creí que me ejecutarían. El Testigo que me había hablado por primera vez fue a visitarme a la celda y me animó a confiar en Jehová sin reservas. Así lo hice. Me impusieron una pena de seis meses de destierro en la isla de Ikaria, en el mar Egeo.

En cuanto llegué, dije que era testigo de Jehová y no comunista. Había otros allí exiliados que habían aprendido las verdades bíblicas, de modo que me puse en contacto con ellos y juntos estudiamos la Biblia periódicamente. Me ayudaron a aprender más de las Escrituras y a entender mejor a Jehová, el Dios digno de confianza.

En 1947, al terminar mi condena, el fiscal me citó en su despacho. Dijo que le había impresionado mi buena conducta y me autorizó para que utilizara su nombre como referencia si algún día volvían a expatriarme. Cuando llegué a Atenas, adonde mi familia se había mudado mientras tanto, comencé a asistir a una congregación de testigos de Jehová y al poco tiempo me bautice en símbolo de mi dedicación a Jehová.

Acusado de proselitismo

Durante décadas, Grecia enjuició a los testigos de Jehová amparándose en las leyes contra el proselitismo aprobadas en 1938 y 1939. En el período comprendido entre los años 1938 y 1992 se arrestó a 19.147 Testigos y se les impusieron condenas que ascendían a 753 años, de los cuales cumplieron 593. Yo fui arrestado más de cuarenta veces por predicar las buenas nuevas del Reino de Dios y pasé un total de veintisiete meses en diversas prisiones.

Uno de mis arrestos se produjo a raíz de una carta que escribí a un sacerdote griego ortodoxo de Calcis. En 1955 se instó a las congregaciones de los testigos de Jehová a enviar al clero el folleto La cristiandad o el cristianismo—¿cuál es “la luz del mundo”? Uno de los altos jerarcas a quien escribí me demandó por hacer proselitismo. Durante el juicio, el abogado Testigo y el abogado local efectuaron una defensa magistral, en la que explicaron la obligación de los verdaderos cristianos de predicar las buenas nuevas del Reino de Dios. (Mateo 24:14.)

El juez presidente de la sala preguntó al archimandrita (dignidad eclesiástica inferior al obispo): “¿Leyó usted la carta y el folleto?”.

—No —respondió con vehemencia—. ¡Los rompí en pedazos y los tiré tan pronto como abrí el sobre!

—¿Cómo puede decir, entonces, que este hombre intentó convertirlo? —inquirió el juez.

A continuación, nuestro abogado citó varios ejemplos de profesores y otras personas que habían donado pilas de libros a las bibliotecas públicas. “¿Diría usted que estas personas estaban tratando de hacer prosélitos?”, preguntó.

Era obvio que dicha actividad no podía calificarse de proselitista. Di gracias a Jehová cuando escuché el veredicto: “Inocente”.

La muerte de mi hijo

Mi hijo George también fue objeto de constante hostigamiento, por lo general a instancias del clero ortodoxo. Su celo juvenil por la declaración de las buenas nuevas del Reino de Dios le valieron innumerables arrestos. Finalmente, sus enemigos resolvieron deshacerse de él y, al mismo tiempo, enviar a la familia un mensaje intimidante para que dejáramos de predicar.

El policía que fue a informarnos de la muerte de nuestro hijo George dijo que el sacerdote ortodoxo y algunos líderes paramilitares de la ciudad habían conspirado para matarlo. Tales “accidentes” eran habituales en aquellos tiempos peligrosos. A pesar de la congoja que nos causó su muerte, nuestra determinación de seguir activos en la predicación y confiar totalmente en Jehová se fortaleció aún más.

Ayudamos a otros a confiar en Jehová

A mediados de los años sesenta, mi esposa, mis hijos y yo pasábamos los meses veraniegos en el pueblo costero de Skala Oropos, a unos 50 kilómetros de Atenas. Por aquel entonces no vivía allí ningún Testigo, así que testimoniábamos informalmente a los vecinos. Algunos labriegos respondieron favorablemente. Puesto que las jornadas en los campos eran muy largas, les dábamos los estudios bíblicos tarde por la noche, y algunos se hicieron Testigos.

Al ver la bendición de Jehová sobre nuestros esfuerzos, durante unos quince años viajamos a la aldea todas las semanas a fin de dar estudios bíblicos a las personas interesadas. Cerca de treinta personas que estudiaron con nosotros adelantaron hasta el bautismo. Al principio se formó un grupo de estudio, al que me asignaron para dirigir las reuniones. Posteriormente, el grupo se convirtió en una congregación, y hoy día más de un centenar de Testigos de la zona componen la congregación de Malakasa. Nos alegra ver que cuatro de nuestros estudiantes son ahora ministros de tiempo completo.

Un rico legado

A poco de haber dedicado mi vida a Jehová, mi esposa empezó a progresar espiritualmente y se bautizó. Durante el difícil período de persecución por el que pasamos, su fe permaneció fuerte, y su integridad, firme e inquebrantable. Nunca se quejó de las muchas penurias que sufrió a consecuencia de mis frecuentes encarcelamientos.

A lo largo de los años dirigimos numerosos estudios bíblicos, y ella ayudó eficazmente a muchas personas con su manera sencilla y entusiasta de presentar la verdad. En la actualidad lleva periódicamente las revistas La Atalaya y ¡Despertad! a docenas de personas.

Gracias, en buena parte, al apoyo de mi querida esposa, nuestros tres hijos vivos y sus familias, que incluyen seis nietos y cuatro bisnietos, están todos activos en el servicio de Jehová. Aunque no les ha tocado enfrentarse a la persecución y la enconada oposición que padecimos mi esposa y yo, han puesto toda su confianza en Jehová y siguen andando en los caminos de él. ¡Qué alegría sentirá toda la familia al reunirse con nuestro querido George cuando sea resucitado!

Resuelto a confiar en Jehová

Durante todos estos años he visto la actuación del espíritu de Jehová sobre su pueblo. Su organización, dirigida por espíritu santo, me ha ayudado a ver que es inútil cifrar nuestra confianza en los esfuerzos del hombre, cuyas promesas de un futuro mejor no son dignas de confianza; no son más que un embuste. (Salmo 146:3, 4.)

Pese a la vejez y los quebrantos de salud, mantengo la vista enfocada en la realidad de la esperanza del Reino. Lamento los años que dediqué a la religión falsa y a tratar de mejorar la situación por medios políticos. Si tuviera que vivir de nuevo, sin falta volvería a servir a Jehová, el Dios digno de confianza.

(Kimon Progakis falleció recientemente. Tenía la esperanza terrenal.)

[Ilustración de la página 26]

Fotografía reciente de Kimon y su esposa, Giannoula

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