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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1999
w99 1/10 págs. 22-25

Dando a Jehová lo que se merece

Relatado por Timoleon Vasiliou

Me habían arrestado por dar clases de la Biblia en el pueblo de Aidhonochori. La policía me quitó los zapatos y empezó a golpearme las plantas de los pies. Mientras me pegaban, los pies se me hicieron insensibles al dolor. Antes de explicar los sucesos que condujeron a estos malos tratos, que en aquella época no eran infrecuentes en Grecia, permítame explicarle cómo llegué a ser un maestro de la Biblia.

POCO después de mi nacimiento en 1921, mi familia se mudó a la ciudad de Rodholívos, al norte de Grecia. En mi juventud, fui un rebelde. A la edad de 11 años empecé a fumar. Más tarde me di a la bebida y al juego, y me iba de juerga todas las noches. Tenía un don para la música, así que me uní a una banda local. Al cabo de un año, ya tocaba la mayoría de los instrumentos. No obstante, al mismo tiempo era estudioso y amaba la justicia.

A principios de 1940, en plena segunda guerra mundial, se invitó a nuestra banda a tocar en el funeral de una niña. Junto a la tumba, los parientes y amigos lloraban desconsolados. Su total desesperanza me causó una profunda impresión. Empecé a preguntarme: “¿Por qué morimos? ¿Hay algo más en la vida que esta corta existencia? ¿Dónde encontrar las respuestas?”.

Algunos días después, vi un ejemplar del Nuevo Testamento en una estantería de casa. Lo tomé y comencé su lectura. Al leer las palabras de Jesús recogidas en Mateo 24:7 acerca de las guerras a gran escala como parte de la señal de su presencia, comprendí que tenían que tener una aplicación en nuestros tiempos. Durante las semanas siguientes, leí varias veces ese ejemplar de las Escrituras Griegas Cristianas.

En diciembre de 1940, visité a una familia vecina, una viuda y sus cinco hijos. Encontré en su desván un montón de folletos, entre ellos uno titulado Un gobierno deseable, editado por la Sociedad Watch Tower Bible and Tract. Me quedé allí arriba y lo leí completo. La lectura me convenció totalmente de que vivimos en lo que la Biblia denomina “los últimos días” y de que Jehová Dios pronto acabará con este sistema de cosas y lo reemplazará por un nuevo mundo (2 Timoteo 3:1-5; 2 Pedro 3:13).

Lo que más me impresionó fueron los textos bíblicos que sostienen que los que sean fieles vivirán para siempre en una Tierra convertida en un paraíso y que el sufrimiento y la muerte no existirán en el nuevo mundo gobernado por el Reino de Dios (Salmo 37:9-11, 29; Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4). Mientras leía, agradecí a Dios en oración estas promesas, y le pedí que me mostrara cuáles eran sus requisitos. Entendí claramente que Jehová Dios se merecía mi devoción completa (Mateo 22:37).

Aplico lo que aprendo

A partir de entonces, dejé de fumar, de emborracharme y de jugar por dinero. Reuní a los cinco hijos de la viuda y a mis tres hermanos menores, y les expliqué lo que había aprendido en el folleto. Enseguida empezamos a divulgar lo poco que sabíamos. Se nos identificó en la comunidad como testigos de Jehová, pese a que nunca habíamos visto a ninguno de ellos. Desde el mismo principio, dedicaba más de cien horas al mes explicando a los demás las cosas maravillosas que aprendía.

Uno de los sacerdotes locales de la Iglesia Ortodoxa Griega fue a visitar al alcalde para quejarse de nosotros; pero unos días antes, sin nosotros saberlo, un joven Testigo había encontrado un caballo que se había extraviado y lo había devuelto a sus dueños. Por este acto de honradez, los Testigos se ganaron el respeto del alcalde, quien no quiso escuchar al sacerdote.

Un día, alrededor del mes de octubre de 1941, cuando predicaba en el mercado, alguien hizo referencia a un testigo de Jehová que vivía en una ciudad próxima, un anterior policía de nombre Christos Triantafillou. Fui a visitarle. Me dijo que era Testigo desde 1932. ¡Qué contento me puse cuando me dio muchas publicaciones antiguas de la Watch Tower! Me ayudaron mucho en mi progreso espiritual.

En 1943, simbolicé mi dedicación a Dios mediante el bautismo. Por aquel entonces llevaba estudios bíblicos en tres aldeas cercanas: Dhraviskos, Palaeokomi y Mavrolofos. El libro que estudiaba con los interesados era El Arpa de Dios. Fue un privilegio ver, con el transcurso del tiempo, formarse cuatro congregaciones de testigos de Jehová en esta zona del país.

Predico pese a los obstáculos

En 1944, tras terminar la ocupación alemana de Grecia, nos comunicamos con la sucursal de la Sociedad Watch Tower en Atenas. Se me invitó a predicar un territorio donde casi nadie había oído el mensaje del Reino. Una vez allí, trabajé en una granja durante tres meses y pasé el resto del año en el ministerio.

Ese año tuve la dicha de ver bautizar a mi madre, además de a la viuda y sus hijos salvo la hija menor, Marianthi, que se bautizó en 1943 y llegó a ser mi querida esposa en noviembre del mismo año. También mi padre se hizo Testigo treinta años más tarde, en 1974.

A comienzos de 1945, la sucursal nos envió el primer ejemplar mimeografiado de la revista The Watchtower, cuyo artículo principal se titulaba “Id, discipulad todas las naciones” (Mateo 28:19, The Emphatic Diaglott). En cuanto llegó, Marianthi y yo dejamos nuestro hogar y nos trasladamos a territorios remotos, al este del río Strymon. Posteriormente se nos unieron otros Testigos.

Con frecuencia caminábamos descalzos por barrancos y montañas para llegar a una aldea, con la intención de no gastar nuestros zapatos, ya que no teníamos otros con que sustituirlos. Entre los años 1946 y 1949, la guerra civil desoló Grecia, lo que hacía muy peligroso viajar. No era extraño encontrar cadáveres en medio de la carretera.

Continuamos sirviendo con celo en lugar de deprimirnos por las dificultades. En muchas ocasiones me sentí como el salmista que escribió: “Aunque ande en el valle de sombra profunda, no temo nada malo, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado son las cosas que me consuelan” (Salmo 23:4). En esa época, pasábamos semanas fuera de casa, y a veces dedicábamos doscientas cincuenta horas mensuales al servicio del campo.

Nuestro ministerio en Aidhonochori

Uno de los pueblos que visitamos en 1946 fue Aidhonochori, encaramado en una montaña. Allí nos topamos con un señor que nos dijo que había dos hombres en el pueblo que deseaban escuchar el mensaje de la Biblia; pero, por miedo a los vecinos, no nos quiso decir dónde vivían. De todos modos, encontramos sus hogares y se nos recibió con hospitalidad. De hecho, la sala de estar se llenó de parientes y amigos a los pocos minutos. Me quedé atónito al observar la atención que prestaban a lo que decíamos. Pronto supimos que habían estado esperando con ansiedad comunicarse con los testigos de Jehová, pero que durante la ocupación alemana no hubo ninguno en la región. ¿Qué les había despertado el interés?

Los dos cabezas de familia habían desempeñado un papel importante en el partido comunista local y habían difundido sus ideas entre el pueblo. Pero cuando leyeron por primera vez el libro Gobierno editado por la Sociedad Watch Tower, se convencieron de que la única esperanza de un gobierno perfecto y justo era el Reino de Dios.

Estuvimos conversando con estos hombres y sus amigos hasta medianoche. Las respuestas basadas en la Biblia a sus preguntas les satisficieron completamente. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que los comunistas del pueblo tramaran matarme porque, según ellos, era el culpable de que sus anteriores dirigentes se hubieran convertido. Por cierto, entre los presentes aquella noche estuvo el señor que me dijo que había algunos interesados en el pueblo, quien progresó en conocimiento bíblico, se bautizó y más adelante llegó a ser anciano cristiano.

Persecución brutal

No mucho tiempo después de haber conocido a estos ex comunistas, dos policías irrumpieron en la casa donde estábamos reunidos. Detuvieron a cuatro de nosotros a punta de pistola y nos llevaron a la comisaría. El teniente que mantenía buenas relaciones con el clero de la Iglesia Ortodoxa Griega nos reprendió. Por último exclamó:

—Bueno, ¿qué voy a hacer con ustedes?

—¡Démosles una soberana paliza! —gritaron a la vez los otros policías, que estaban detrás de nosotros.

Era tarde por la noche. Los policías nos encerraron en el sótano y se fueron a una taberna cercana. Cuando regresaron me subieron al piso de arriba. Estaban completamente borrachos.

Viendo el estado en que se hallaban, me di cuenta de que podrían matarme en cualquier momento. De modo que le pedí a Dios que me diera la fuerza para aguantar lo que fuera necesario. Tomaron unas varas de madera y, como he contado al principio, empezaron a golpearme las plantas de los pies. Acto seguido, me azotaron todo el cuerpo, y me volvieron a echar en el sótano. A continuación, sacaron a otro hermano y comenzaron a vapulearlo.

Mientras tanto aproveché la oportunidad de preparar a los otros dos jóvenes Testigos para que afrontaran la prueba que les esperaba, pero los policías decidieron volver a subirme. Me quitaron la ropa y los cinco se ensañaron conmigo durante una hora, pisoteándome la cabeza con sus botas del ejército. Luego me lanzaron escaleras abajo donde permanecí doce horas inconsciente.

Cuando por fin nos soltaron, una familia del pueblo nos alojó aquella noche y nos cuidó. Al día siguiente partimos hacia nuestros hogares. Tan agotados estábamos a causa de las palizas, que tardamos ocho horas en recorrer a pie el trayecto que normalmente nos llevaría dos. Marianthi apenas me reconoció de lo hinchado que estaba a causa de los golpes.

Aumento a pesar de la oposición

En 1949 nos mudamos a Tesalónica en plena guerra civil. Me asignaron como siervo auxiliar de congregación a una de las cuatro congregaciones de la ciudad. Al cabo de un año aumentó tanto que tuvimos que dividirla. Fui nombrado siervo de congregación (superintendente presidente) de la nueva congregación; un año más tarde casi se había duplicado, por lo que se formó otra nueva.

El crecimiento de los testigos de Jehová en la ciudad enfurecía a los opositores. Un día de 1952, al volver del trabajo, encontré mi casa destruida por el fuego. Marianthi se había salvado por poco. Aquella noche en la reunión tuvimos que explicar por qué habíamos acudido con la ropa sucia. Lo habíamos perdido todo. Los hermanos cristianos nos brindaron su apoyo y comprensión.

En 1961 me invitaron a la obra viajante, que consiste en visitar una congregación a la semana para fortalecer espiritualmente a los hermanos. Durante los siguientes veintisiete años, Marianthi y yo recorrimos los circuitos y distritos de Macedonia, Tracia y Tesalia. Aunque mi querida esposa ha estado prácticamente ciega desde 1948, ha servido junto a mí con valor y ha aguantado muchas pruebas de fe. A ella también la detuvieron, juzgaron y encarcelaron en muchas ocasiones. Más adelante, su salud empeoró. Murió en 1988, tras una larga lucha contra el cáncer.

Ese mismo año me nombraron precursor especial en Tesalónica. En la actualidad, después de más de cincuenta y seis años de servicio a Jehová, todavía trabajo mucho y participo en los diferentes aspectos del ministerio. En ocasiones he dirigido hasta veinte estudios bíblicos a la semana.

He llegado a comprender que estamos en las primeras fases de un programa educativo que se prolongará durante mil años en el nuevo mundo de Jehová. Aun así, entiendo que no es momento de aflojar el paso, postergar asuntos o invertir nuestro tiempo satisfaciendo nuestros deseos carnales. Le doy gracias a Dios por haberme ayudado a cumplir la promesa que le hice en un principio, ya que Jehová se merece nuestra devoción y servicio de toda alma.

[Ilustración de la página 24]

Dando una conferencia cuando la obra de predicar estaba prohibida

[Ilustración de la página 25]

Con mi esposa, Marianthi

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