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¡Despertad! 1979
g79 8/2 págs. 13-15

Cómo sobrevivimos a la matanza en Kolwezi

Dos misioneros de los testigos de Jehová salen con vida de la experiencia, pero sufren una pérdida trágica

TODO parecía normal cuando nos retiramos a dormir en nuestro hogar misional aquella noche del viernes 12 de mayo. Vivíamos en Kolwezi, un pueblo minero de la provincia septentrional de Shaba, Zaire. Era un pueblo hermoso, habitado por unas 120.000 personas, entre éstas 4.000 extranjeros que trabajaban principalmente en las grandes minas de cobre de la vecindad. El cobre provee la mayor parte de los medios de vida de Zaire. Poco sabíamos que en las siguientes horas y días ocurrirían sucesos que saldrían en los titulares de todo el mundo. Un suceso en particular nos afectaría por el resto de la vida.

Al alba del siguiente día, el sábado, 13 de mayo, nos despertó un estrepitoso “ra-ta-tá” que estremeció la quietud de la mañana. Al principio nos preguntábamos qué podía ser. Entonces nuestro corazón empezó a latir fuertemente al darnos cuenta de que era el fuego de ametralladoras y rifles. ¿Qué estaba sucediendo? ¿Un motín del ejército? ¿Un ataque de rebeldes? Pronto el estrépito de la batalla nos alcanzó y las balas empezaron a silbar por sobre nuestra casa. Oímos el ruido sordo al incrustarse algunas en los árboles altos del patio.

Nos apresuramos a llenar la bañera con agua y a hornear algún pan en caso de que el agua y la electricidad se acabaran. Oímos gritos en la calle y nos pusimos a observar por un agujero en la puerta del garaje que mira hacia la entrada. Estaba pasando un grupo de soldados con pesadas mochilas sobre la espalda. Hablaban swahíli. ¿Eran ellos rebeldes de Katanga, los mismos que habían atacado la provincia de Shaba (anterior Katanga) el año pasado? Por lo general éstos hablaban swahíli, mientras que las tropas del gobierno hablaban lingala. Los de Katanga tratan de apoderarse de lo que consideran ser su provincia. O, si no es esto, por lo menos quieren cambiar a la fuerza el gobierno central.

Durante todo el sábado y el domingo el fragor de la batalla continuó, parte de éste más alejado, parte en las casas detrás de la nuestra, de las cuales el estrépito del fuego de ametralladoras y rifles brotaba periódicamente. Tal como nos habíamos temido, el agua se acabó, pero la electricidad continuó esporádicamente. No nos separábamos de la radio para tratar de averiguar lo que estaba sucediendo. Como precaución en contra de las balas perdidas, pusimos un colchón y almohadas sobre las grandes ventanas de nuestro dormitorio.

Nuestro dormitorio demolido

Al comenzar la tarde del lunes los dos bandos comenzaron a intercambiar fuego de artillería una vez más. Nos metimos dentro de nuestro dormitorio semibarricado. A eso de las dos de la tarde una explosión atronadora estremeció la casa. De súbito, una segunda explosión ensordecedora hizo bambolear el dormitorio. Esta fue seguida por una tercera detonación atronadora. Por varios segundos quedamos inmóviles, atónitos, demasiado sobresaltados para darnos cuenta de lo que estaba sucediendo. Le grité a mi esposa que se refugiara en el pasillo del centro. El polvo y el humo en el dormitorio oscurecían la devastación. Estábamos sangrando y nos dirigimos al baño para examinar nuestras heridas. Mi esposa sangraba del hombro, yo del brazo, y los dos teníamos otras pequeñas heridas aquí y allá.

Las bombas o cohetes de mortero habían atravesado el techo, una había caído sobre el mismísimo sitio donde yo había estado sentado trabajando. Pedazos volantes de granada de metralla se habían esparcido por la habitación. Unos cuantos pedazos pequeños nos habían dado a cada uno de nosotros. Nos limpiamos las heridas con alcohol y tratamos de sacar el plomo con una cuchilla y una aguja limpias. Entonces nos vendamos las heridas.

Al regresar a nuestro dormitorio lo hallamos casi completamente demolido. Había un inmenso hoyo que atravesaba el techo y el tejado sobre mi escritorio. La habitación estaba llena de escombros y pedazos de metal de la bomba de mortero y el tejado de zinc. Había pequeños agujeros en las paredes, en la alfombra, en las frazadas y los objetos personales sobre la cama, en los muebles y hasta en nuestros maletines de cuero. Pero, sorprendentemente, cada uno de nosotros solamente tenía tres heridas superficiales.

Afortunadamente el bombardeo cesó poco después y comenzamos a construir un refugio en el tercer dormitorio que contenía las cajas de literatura. Apilamos las cajas para cubrir algunas de las ventanas y cubrimos el resto con un colchón de repuesto. Sacamos la cama de nuestro dormitorio demolido, la pusimos en la esquina más resguardada y construimos una cubierta sobre ella con láminas de madera terciada sostenidas sobre cajas.

Serie de explosiones

Durante los siguientes dos días pasamos las tardes agazapados en nuestro refugio contra bombardeos provisional a medida que morteros y cohetes estallaban ensordecedoramente en nuestro patio y en la vecindad. No había advertencia alguna... solo el estallido súbito y el sonido de escombros al caer. El fuego de las ametralladoras de las armas pequeñas era incesante. Pudimos oír nuestra ventana romperse detrás de la barricada de cajas y colchón cuando una granada explotó precisamente en las afueras de nuestra habitación. Afortunadamente las paredes de la casa estaban construidas de ladrillos resistentes.

Otra granada estalló precisamente afuera de la cocina y rompió las ventanas. Dos más explotaron en el traspatio rompiendo las ventanas de la habitación principal para el depósito de literatura y abriendo muchos agujeros pequeños en la pared de cemento de un pequeño edificio detrás de nuestra casa. En el baño el surtido de agua que teníamos en la bañera quedó lleno de trocitos de vidrio roto y yeso. Otro cohete explotó al frente de la casa cubriendo la fachada con hoyos de metralla y haciendo que los pedacitos de vidrio que quedaban en los marcos volaran hacia el interior por todo el frente de la casa. En el patio, de vez en cuando, las ramas pequeñas caían copiosamente a medida que balas perdidas atravesaban los árboles.

Durante un cese temporal en la lucha nuestro vecino de enfrente vino a preguntarnos si sabíamos algo acerca de medicina. Un mortero o cohete había estallado cerca de la ventana de la cocina, lesionando gravemente la parte posterior de la cabeza de su esposa. Obviamente ella estaba en estado de choque, pero era imposible evacuarla hasta el hospital debido al tiroteo que se oía en esa dirección. Solo pudimos ayudar con alguna penicilina para evitar la infección de la herida.

En algún momento de la tarde del miércoles dejamos de oír el fuego de desquite de los puestos del ejército de Zaire cerca de la casa, aunque los morteros o cohetes continuaban estallando en el vecindario.

Para el jueves había mucha más calma cerca de nuestro hogar, excepto por el fuego esporádico de una ametralladora, tiros de rifles aislados y explosiones de mortero a lo lejos. Oí el ruido de un vehículo en la calle y cuidadosamente miré a hurtadillas con la esperanza de que pasara alguien amigable. Para mi gran desaliento, había cuatro soldados de Katanga parados en la entrada. Me ordenaron que me acercara, apuntando con el revólver a mi cabeza, y me ordenaron que abriera la entrada.

No estaba muy seguro de si querían poner una cañonera detrás de nuestra alta muralla de ladrillos o si tenían intenciones de robarnos y molestarnos. Para darme tiempo para pensar, les señalé las dos cadenas y los candados en la verja y les dije que tendría que obtener las llaves a fin de abrir la verja. Entré en la casa y rápidamente barricamos las puertas. ¿Tratarían ellos de abrirse paso por la puerta o escalarían la muralla? ¡Qué mucho le oramos a Jehová durante esos minutos! Dispararon al aire. Después de un tiempo siguieron su camino calle abajo.

Por temor a los soldados individuales indisciplinados permanecimos en la casa y no removimos las barricadas. Ya habíamos oído en la radio de los asesinatos de expatriados blancos. A veces los rebeldes entraban por fuerza a las casas para matar; otras veces, sin embargo, solo para robar sin ocasionar daño personal. Era importante no oponerse a ellos abiertamente.

El viernes quise ver cómo le iba a la señora herida del frente. En cuanto puse pies fuera de la casa la bala de un tirador emboscado me pasó silbando por sobre la cabeza. Permanecimos dentro de la casa orando y leyendo la Biblia.

El sábado nos llegó ayuda inesperada cuando las tropas belgas y francesas penetraron en el pueblo para evacuar a los expatriados. Anteriormente los paracaidistas de Zaire habían recapturado el aeropuerto. Solo teníamos unos pocos minutos para recoger algunas cosas —solo lo que pudiéramos cargar— y apresurarnos al aeropuerto. Todo lo demás quedó abandonado. Al salir, averiguamos cómo les iba a unos pocos de nuestros hermanos cristianos. Estaban a salvo, pero tenían muy poco alimento.

A lo largo de la ruta el ambiente estaba tenso, pues las fuerzas rebeldes no se habían retirado muy lejos. Por todas partes había señales de guerra.,. cadáveres de soldados, vehículos dañados, fundas de revólveres, edificios acribillados. En el aeropuerto vimos helicópteros y aviones quemados, bombas de mortero que habían estallado y otras sin estallar regadas por el terreno, y una fuerza de evacuación que rodeaba la carretera y el aeropuerto.

Centenares de europeos estaban llegando al aeropuerto y abandonando sus automóviles allí. Después de esperar en la pista de despegue, nos llevaron en aviones de transporte del ejército belga a la base aérea de Kamina. De ahí, Sabena, la aerolínea belga, llevó a los refugiados a la capital, de donde al fin podrían viajar por avión hasta sus respectivas naciones.

En el camino oímos muchos informes acerca de civiles asesinados, tanto europeos como zairenses. Vimos fotos de una casa llena de hombres, mujeres y niños que habían sido asesinados en masa. Según cálculos oficiales más de 200 europeos murieron, y algunos fueron llevados como rehenes por la fuerza invasora al retirarse a la maleza. Los invasores parecen haber decidido regresar a su refugio al otro lado de la frontera para prepararse para otro intento más tarde.

Perdemos a nuestro hijo

Llegamos a Kinshasa, pero nuestra experiencia penosa no había terminado. El martes, mi esposa, que tenía casi seis meses de embarazo, debido a haber aguantado los terrores, peligros y presiones de la guerra, dio señales de estar de parto. La llevaron al hospital. El jueves dio a luz prematuramente a nuestro hijito de 750 gramos de peso. Solo sobrevivió por cuatro días tensos, pues era demasiado pequeño para respirar o para digerir el alimento en su estomaguito.

¡Qué maravilloso será cuando Jehová haga cesar las guerras hasta la extremidad de la Tierra! (Sal. 46:9) Nosotros y otros cristianos estuvimos muy cerca de la muerte varias veces. Solo el cuidado y guía de Jehová pudieron ayudar. Experiencias como ésta reafirman nuestra fe en él y en la eficacia de las oraciones.—Contribuido.

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