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  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1981
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1981
w81 15/1 pág. 11

Jehová... altura segura

En un país sudamericano un antiguo funcionario de un sindicato estudió con los testigos de Jehová, aceptó la verdad bíblica y se bautizó. Aquel mismo mes, mientras regresaba a casa después de su trabajo, la policía militar lo detuvo y le pidió su tarjeta de identidad. Después que la hubo mostrado, se le mandó entrar en un camión del ejército. Él preguntó al oficial encargado si podía notificar a su esposa, pero se le dijo que tal cosa no era posible. Debido a sus relaciones anteriores con el sindicato, aparentemente se sospechaba que fuera comunista.

Le vendaron los ojos y lo llevaron a un lugar cercado de alambre de púas donde había unos 100 hombres de quienes también se sospechaba que eran comunistas. Además había criminales empedernidos, incluso uno acusado de haber dado muerte a seis hombres, y también había un periodista. Al anochecer se puso frío el aire, pero los hombres no recibieron ropa de cama. Por lo tanto, se acurrucaron en el suelo y durmieron como animales. Temprano la mañana siguiente uno de los comandantes los puso en fila y les mandó cantar el himno nacional y saludar la bandera. El Testigo rehusó obedecer este mandato, lo cual resultó en que el oficial se mofara de él.

Los prisioneros recibían una comida diaria al mediodía. Los demás prisioneros notaron que el Testigo oraba silenciosamente antes de comer y empezaron a burlarse de él, hasta con provocación. Al tercer día de suceder lo mismo el asesino se acercó al grupo y dijo: “Ya hace tres días que estoy oyendo lo que ustedes dicen. El próximo que diga algo malo acerca de este hombre será la séptima persona a quien mate. Créanme, ¡hallaré la manera de hacer que se callen para siempre!” Aquel mismo día otro hombre reunió a todos los demás y le pidió al Testigo que orara por ellos. Al día siguiente le pidieron que orara antes de la comida. Con el tiempo, el Testigo pudo dar testimonio a todos los hombres.

Cada tarde se llevaban a algunos prisioneros para interrogarlos. A algunos nunca se les volvía a ver. Cuando regresó el periodista, tenía la vista fija y no parecía saber dónde había estado. Mientras tanto, la esposa del Testigo había estado tratando en vano de conseguir información en cuanto a la desaparición de su esposo.

Después de nueve días, al Testigo le llegó el turno de ser interrogado. Lo llevaron con los ojos vendados al lugar de interrogación, donde lo golpearon severamente y lo sometieron a interrogatorio por unas ocho horas. En respuesta a las preguntas él habló acerca de Jehová y la neutralidad cristiana.

Al final, le informaron que iba a ser colgado. Le preguntaron si tenía algunas últimas palabras. Él pidió que se le dijera a su esposa lo que le había sucedido. Entonces le preguntaron si no tenía miedo de morir tan joven. Respondió: “Si me hubieran recogido hace unos meses, supongo que hubiera tenido miedo de morir. Pero la Biblia dice que la muerte es como dormir. Y firmemente creo que Jehová resucitará a los muertos. Algún día, señor, usted también tendrá que enfrentarse a la muerte.”

Entonces lo llevaron a la horca, mientras el Testigo pedía a Jehová en oración que le suministrara fuerzas para mantenerse fiel y que cuidara de su esposa y de sus hijos. Le pusieron la cuerda alrededor del cuello. Se dio la orden de que se abriera la trampa, pero lo único que sucedió fue que el Testigo quedó con los pies plantados en el suelo. Había sido un engaño. Después les vendaron los ojos a él y a otros, los esposaron y los transportaron al lugar donde se habían apoderado de él nueve días antes. Era domingo, y por lo tanto él se dirigió al Salón del Reino, donde encontró a su esposa y sus hijos. Era como si se le hubiera resucitado.

Durante aquellos días de prueba Jehová ciertamente había resultado ser una “altura segura” para este Testigo recién bautizado.—Sal. 144:1, 2.

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