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g93 22/8 págs. 23-27

La tierra de los nialas, un paraíso que el hombre no ha arruinado

Por el corresponsal de ¡Despertad! en África del Sur

¡QUÉ agradable cambio para nosotros ocho, habitantes de la ciudad!

Nos hallamos en la tierra de los nialas, una extensa zona para excursiones vigiladas que se encuentra en el norte del Parque Nacional Kruger, en África del Sur. El nombre de esta zona proviene del niala, el bello animal que puede verse en esta página. En este caso se trata de un niala macho.

Ha caído la noche, y estamos sentados alrededor de una hoguera cenando estofado de carne de búfalo. En la sabana circundante viven elefantes, leones, leopardos, búfalos cafre y otros magníficos animales salvajes. No obstante, la presencia de los dos guardas del bosque que supervisan el grupo nos hace sentirnos a salvo. De hecho, nos recordamos que aquí estamos mucho más seguros que en una ciudad donde abunda el crimen o en una autopista atestada de vehículos.

“¿Oyeron a ese autillo?”, pregunta Kobus Wentzel, el guarda que está a cargo del grupo. Con habilidad, repite el canto: prrrrup. “Ese —añade— es uno de los cantos típicos que se pueden escuchar por esta zona. En el recorrido de mañana les enseñaré algunas aves, así que llévense una guía de aves.”

La tierra de los nialas es también un paraíso para cualquier botánico. Pocos lugares del mundo tienen una flora tan variada. Según el libro Illustrated Guide to the Game Parks and Nature Reserves of Southern Africa (Guía ilustrada de los Parques y Reservas Naturales del sur de África), publicado por Reader’s Digest, la razón es que “nueve de los mayores ecosistemas de África” convergen en el norte del Parque Kruger. “Aquí —prosigue el libro— se juntan las tierras húmedas con la maleza árida, los bosques con la llanura, las zonas rocosas con las arenas profundas.” Se han acotado unos 400 kilómetros cuadrados de esta única región para excursiones vigiladas. Aparte del personal del parque que ocupa un pequeño campamento, ninguna persona vive aquí y no existen carreteras para turistas.

Kobus intenta terminar su cena mientras responde a nuestras muchas preguntas. Es licenciado en Ciencias por la Universidad de Pretoria, donde estudió conservación de la fauna, zoología y botánica. Enseguida nos percatamos de que todo su conocimiento no es mera teoría.

“¿Ha tenido algún encuentro peligroso con animales salvajes?”

“Unas cuantas veces me he tropezado con animales que han simulado atacarme —contesta—, pero nunca con alguno que de verdad pretendiera matarme.”

“Cuando le ataca un león, ¿cómo sabe que solo está simulando?”

“Porque va corriendo hacia ti y se para a cuatro o cinco metros de distancia”, nos responde.

Se enseña a los guardas como Kobus a mantener la calma en caso de que algún animal los ataque. Según nos explica, “los animales te desafían, y tú pones a prueba al animal. Una situación típica pudiera surgir al encontrarte una leona con cachorros o con un macho durante el cortejo. Cuando el animal te ataca es como si te dijera: ‘Entras en territorio ajeno; te estás metiendo en mi vida privada, y será mejor que te vayas’. Mientras tanto, he amartillado mi rifle, y estoy preparado para actuar. Siempre trazo una línea imaginaria, y si la cruza, entonces tengo que disparar. En todos los casos en los que me he encontrado, siempre se han detenido antes de la línea, y nunca he tenido que matar a un animal en uno de mis recorridos”.

Es obvio que Kobus no es un cazador de trofeos. Nos alegra ver su respeto por la fauna. Pero se está haciendo tarde, y mañana nos tenemos que levantar temprano. Tras despedirnos, nos retiramos a dormir a cuatro pequeñas casitas en forma de A, construidas sobre unos pilotes y con el techo de paja.

A las 4.45 de la mañana nos despierta Wilson, el cocinero del campamento. Después del desayuno nos dirigimos al punto de partida. Agradecemos que el cielo esté cubierto, pues la temperatura en los días despejados de verano puede alcanzar los 40 °C.

Para algunos de nosotros esta es una experiencia totalmente nueva. Al principio nos sentimos un poco nerviosos de solo pensar que podíamos pisar una serpiente o ser atacados por un animal salvaje. Pero la contemplación de las vastas llanuras cubiertas de verdes árboles hasta donde alcanza la vista despertó en nosotros un sentimiento de admiración y disipó todos nuestros temores. La sabana sudafricana rebosa de vida con el canto de los pájaros y el ruido de los insectos. ¡Qué placer respirar aire puro, incontaminado!

De vez en cuando, Kobus y su ayudante, Ellion Nkuna, se detienen para mostrarnos algo interesante, una hilera de hormigas legionarias o las huellas de algún animal. Llegamos a un árbol con un termitero alrededor del tronco. “Ese es un árbol típico de esta región —explica Kobus—; suele crecer encima de los termiteros. La acción de las termitas enriquece el suelo y beneficia al árbol.”

Después de caminar durante una hora, nos encontramos un árbol derribado por un elefante. “Aunque es un árbol robusto —dice Kobus—, no es un obstáculo para un elefante. Simplemente se lo lleva por delante. Lo hacen con frecuencia. Puede parecer contraproducente, pero tiene su lado positivo. Al cabo de unos meses, es probable que el árbol ya esté muerto. A medida que se pudra, servirá de alimento para pequeños organismos y aportará minerales al suelo.”

“Supongo —comenta un miembro del grupo— que si no se controlara la población de elefantes, toda esta región se quedaría sin árboles.”

“Exacto —responde Kobus—, no quedaría ni un árbol. Intentamos que la población no sobrepase los siete mil quinientos elefantes que, según nuestros cálculos, es la cantidad que el Parque Kruger puede acoger.”

En ese momento uno de los excursionistas ve las huellas de un animal muy claras en la arena. “Deben de ser de un leopardo”, exclama de forma impulsiva.

“No —replica Kobus—, son de hiena. Observen que se trata de un rastro asimétrico o alargado. Además, se pueden apreciar las marcas de las uñas, pues la hiena es un animal de la familia de los cánidos, por lo que no tiene uñas retráctiles. Ahora bien, si comparan estos rastros con el de un félido, sea de un leopardo o de un león, es bastante fácil distinguirlas. El rastro de los félidos es simétrico, o sea, redondeado, y no tiene marcas de uñas, pues son retráctiles. Si se fijan también en la almohadilla posterior, verán que tiene dos lóbulos en el caso de la hiena, mientras que los félidos tienen almohadillas posteriores mayores y con tres lóbulos.”

Ya empezamos a tener hambre, así que nos sentamos en un termitero grande y disfrutamos de una comida ligera que hemos llevado en las mochilas. Después nos encaminamos hacia una colina que Kobus nos anima a subir. A medio camino nos detenemos a descansar sobre unas rocas y a disfrutar de la espléndida vista que proporcionan la densa vegetación y los árboles que se extienden a lo largo de una vasta llanura hasta el pie de una cadena montañosa que se divisa en el horizonte. Kobus nos menciona que estamos ante un paisaje virgen, que prácticamente no ha sido alterado por el hombre contemporáneo. Pero nos llevamos una sorpresa cuando llegamos a la cima de la colina y hallamos un camino que parece muy frecuentado por el hombre.

“Es una senda de elefantes”, aclara Kobus.

Mientras, me pregunto cómo puede estar tan seguro de que esa senda la hicieron animales y no hombres. Ellion encuentra la prueba con su aguda vista: un viejo colmillo de elefante.

“Es posible que lleve aquí varias décadas”, dice Kobus.

“Bien, esto parece demostrar que ningún hombre ha pasado por aquí en mucho tiempo —confieso—, pues nadie dejaría un objeto tan valioso.” Ellion guarda el colmillo en su mochila para después entregarlo a las autoridades del parque.

El tiempo ha pasado volando, y es casi mediodía cuando vemos nuestro Land-Rover. Hemos caminado en círculo por unos 11 kilómetros. Cuando llegamos al campamento, Wilson ya tiene preparada la comida, y, nos la comemos agradecidos. Después de una siesta, damos un paseo al atardecer por la orilla del río Luvuvhu.

El paisaje es encantador: una maleza densa y verde, y grandes árboles, como el sicómoro, con unas formas retorcidas fascinantes. Después de conocer los nombres y las características de varios árboles, vemos un grupo de mandriles que nos observan con mucha cautela desde detrás de unos arbustos. Luego nos sentamos en una roca para contemplar el río.

Mientras escuchamos el rumor del agua, Ellion nos indica que a nuestras espaldas se acercan al río cuatro nialas hembra. Afortunadamente, la brisa sopla a nuestro favor y no pueden olfatearnos. Observamos a estos bellos antílopes detenerse de vez en cuando para ramonear en los arbustos. Después de unos diez minutos, uno de ellos se percata de nuestra presencia y da la señal de alarma. Al instante, salen todos corriendo.

Entretanto, algunos de los curiosos mandriles se han acercado y oímos lo que parece el grito de uno de los más jóvenes. Es posible que su madre le esté dando una zurra por acercarse demasiado. Nos la imaginamos diciendo: ‘No se te ocurra volver a acercarte más a esos humanos’.

Está oscureciendo, de modo que debemos regresar al campamento. Una vez que hemos llegado, comienza a llover, así que cenamos en un encantador refugio sin paredes con el techo de paja. Los sonidos de la espesura interrumpen intermitentemente el suave golpe de la lluvia. Hay animales salvajes a nuestro alrededor, y una vez más la conversación gira en torno a los leones. Le preguntamos a Kobus cuántas veces se ha encontrado de frente con un león en sus recorridos.

“Unas setenta veces”, contesta.

“¿Cómo se reacciona cuando eso ocurre?”

“Lo que suele pasar —responde Kobus— es que los dos nos sorprendemos. Vas caminando por cierta zona, como hicimos hoy, esperando ver los animales habituales, cuando de repente, a unos pocos metros delante de ti, ves a un grupo de leones descansando a la sombra. Te miran, y te das cuenta de que abren los ojos como si no pudieran creer lo que están viendo. Seguramente —nos dice entre risas— mi expresión es la misma. Entonces llamo al grupo: ‘¡Vengan deprisa! ¡Miren esto!’. A continuación los leones dan un par de rugidos y luego desaparecen. Les asustamos nosotros más a ellos que ellos a nosotros.

”Si encontramos a una leona con sus cachorros, entonces la historia es diferente. En vez de un rugido, emite un gruñido largo y amenazador y mueve la cola de un lado a otro. Amartillo el rifle y le digo al grupo que no se mueva y que permanezca callado. Nos retiramos de forma ordenada, con los ojos fijos en el animal y sin darle la espalda.”

A la mañana siguiente damos una caminata a través del precioso cañón de Mashikiripoort, un estrecho cañón entre escarpadas rocas. Después de un rato llegamos a una colina donde hay una cueva. Antes de subir, Ellion lanza una piedra, que hace mucho ruido al dar contra las rocas. “He tirado la piedra —nos explica un poco más tarde— por si hubiese leones u otros animales peligrosos. Así les da tiempo a escapar.”

“De otro modo —añade Kobus—, podríamos arrinconar a un animal peligroso, y en ese caso tendríamos problemas.” Al llegar a la cueva, encontramos en una de las paredes una pintura bosquimana. Representa una jirafa, y Kobus dice que puede que la pintaran hace más de doscientos años.

Durante nuestra caminata, vemos también manadas de jirafas, ñus y cebras. Cuando se viaja en un vehículo, muchas veces es posible acercarse a estos animales, pero a pie, cuando el viento sopla a su favor, siempre detectan el olor y huyen antes de que sea posible acercarse. Oímos a una manada de cebras alejarse a galope y recordamos las veraces palabras de la Biblia: “Un temor a ustedes y un terror a ustedes continuarán sobre toda criatura viviente de la tierra”. (Génesis 9:2.)

Hemos llegado a apreciar la destreza de Ellion para encontrar animales y reconocer sus huellas. Pertenece a la tribu tsonga, famosa por su habilidad para rastrear huellas, de modo que le preguntamos en cuanto a su notable aptitud.

“Aprendí a seguir rastros cuando era un muchachito que cuidaba ganado”, explica.

Más tarde, durante nuestro último paseo de la tarde, Ellion nos pone sobre aviso en cuanto al sonido de los hipopótamos. Enseguida llegamos a un lugar desde el que es posible divisar el río. Allí en el agua, bastante seguros, están unos cuantos hipopótamos. Muchos consideran al hipopótamo el animal más peligroso de África, pero hemos aprendido a confiar en nuestros guardas precavidos y bien preparados. Nos sentamos en silencio en la ribera y observamos. De vez en cuando, la cabeza de un hipopótamo desaparece bajo el agua. Cuando creemos que se ha marchado, se asoma de repente, bufando y echando chorros de agua por su gran nariz. Luego empiezan a gruñir al unísono y abren sus gigantescas bocas. Es algo inolvidable.

Después de pasar media hora ensimismados con las gracias de estos animales, debemos marchar, pues está oscureciendo. Esa noche, sentados alrededor del fuego, recordamos las enriquecedoras experiencias que hemos vivido durante los últimos dos días. Nos alegra saber que la tierra todavía conserva bellos lugares que, como este, no han sido arruinados. Al reflexionar en el futuro, nos consuela la promesa bíblica de que, antes de que sea demasiado tarde, Dios intervendrá para salvar la Tierra de la ruina. En ese tiempo, la tierra de los nialas y el entero planeta se beneficiarán de la segura promesa de Dios: “¡Mira!, voy a hacer nuevas todas las cosas”. (Revelación 11:18; 21:3-5; Isaías 35:5-7.)

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