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  • Una esposa africana vence el oprobio

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  • Una esposa africana vence el oprobio
  • ¡Despertad! 1970
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¡Despertad! 1970
g70 8/8 págs. 8-11

Una esposa africana vence el oprobio

Según lo relató al corresponsal de “¡Despertad!” en Liberia

FUI una de los trece hijos que le nacieron a mi padre de sus tres esposas. Recuerdo gratamente una niñez feliz, pescando, nadando y buscando caracoles en el arroyo grande cerca de mi casa... una choza con techo de paja en una aldea grande africana. ¡Cómo me divertía con mis amiguitas lavando ropa en la corriente! Poco sabía que los arroyos se estaban infestando de parásitos que eran tan pequeños que atravesaban la piel y afectaban la posibilidad de que una muchacha diera a luz hijos... su papel principal de la vida en África.

Mi familia creía que todas las actividades de la vida eran controladas por genios o espíritus misteriosos. Uno de ellos, me dijeron, me había concedido éxito notable en la pesca. La ayuda de aquellos genios dependía de guardar sus leyes. De modo que, un día que me enfermé, la zo nativa local, una especie de doctora, le dijo a mis padres que alguien había violado la ley del genio golpeándome en la cabeza. El lavarme el cuerpo con alguna clase de solución herbaria se suponía que restaurara las buenas relaciones con mi genio.

De manera imprecisa yo sabía que había algún gran Espíritu que había hecho todas las cosas. Pero no sabía nada en cuanto a orarle a este poder desconocido. Tampoco sabía cómo había entrado la muerte en la escena de lo humano. La calamidad siempre se atribuía a un brujo, como a aquel de quien creían que había sido responsable de la muerte de mi hermano menor. Cuando aconteció este triste suceso mi padre obró inmediatamente para proteger al resto de su familia. Tuvo que llevar arroz, cola blanca y otros artículos al doctor nativo, que luego sacrificó un pollo bajo un árbol grande y preparó una mezcla medicinal para evitar el mal.

Ahora bien, ¿qué cree usted que esperaban mis padres que aconteciera? Creían que el brujo culpable sufriría una calamidad... soñaría que un brujo más fuerte lo golpeaba. Después se enfermaría, y con el tiempo confesaría. Así se satisfaría la justicia, porque el ser golpeado en sueños y la enfermedad se consideraban castigos debidos por el crimen. Pero para evitar más golpizas, el brujo culpable tendría que pagarle honorarios al doctor nativo. El único que realmente se beneficiaba era el doctor, porque recibía honorarios de ambas partes. Entretanto, mi hermanito se había muerto y nadie ofrecía ninguna esperanza de que volveríamos a verlo.

“Cuando te cases”

Cuando yo todavía era joven, mi madre me dio consejo para que evitara la aflicción que ella había sufrido a través de casi toda su vida de casada. Ella fue la primera mujer por la cual mi padre dio dote, de modo que correctamente era la esposa principal, y era avaluada como una fructífera dadora de hijos. Pero por desgracia mi padre más tarde adquirió otras mujeres según la costumbre que prevalece.

Aunque mi padre amaba a su segunda esposa más que a las otras, ella también era popular con otros hombres, y mi padre nunca pudo resolverse a despedirla por infidelidad. Esta situación hizo que mi madre hiciera un voto de que jamás compartiría su lecho con mi padre; permanecería en la casa como si fuera viuda. Entonces vino la crisis cuando la tercera esposa, la que tenía que hacer todo el trabajo duro, decidió irse.

Con lágrimas mi madre me reveló como el habla melosa de mi padre había causado esta congoja. Cuando mi madre era la única esposa, mi padre la había persuadido a llevar una olla como regalo de dote y ofrecerla a una muchacha para que ésta llegara a ser su esposa secundaria. Mi padre alegó que esto le sería ventajoso a mi madre, puesto que el trabajo penoso de sacar agua y otro trabajo pesado pasaría a la segunda mujer. Pero ahora, con amargura, mi madre me aconsejó: “Hija mía, jamás consigas muchacha alguna para tu esposo para que no te metas en esta situación. Cuando te cases, ¡tu esposo solo debe quererte a ti y a nadie más!”

Entrenamiento en una escuela de la maleza

Cuando tenía doce años salí de la casa para un año de entrenamiento en una escuela de la maleza... entrenamiento que me prepararía para el matrimonio y la maternidad. Estaba deseosa de sobresalir, de estar capacitada, para poder agradarle a mi futuro esposo en todo sentido.

La sociedad Sande de la mujer se encarga de que se dé esta instrucción a muchas jóvenes en una zona apartada del bosque. Durante todo el período estuvimos separadas y apartadas completamente de nuestras familias. Se nos consideraba como muertas, engullidas por el “diablo” femenino o espíritu del bosque. Nuestro regreso a casa se consideraría como surgir de la muerte como nuevas criaturas.

En la escuela mi tía, que era zo, comenzó a entrenarme para ser también zo. Esto me prepararía para ser una reina grande de la sociedad de la mujer y una autoridad acerca de la medicina de la maleza. De modo que aprendí mucho acerca de diversas hojas y hierbas. A las otras muchachas les enseñaron artes útiles como hilar algodón, y cestería y tejido.

Se dio énfasis a que desarrolláramos respeto y humildad delante de las personas de mayor edad y también delante de nuestros esposos futuros. A una muchacha obstinada y desobediente se le hacía sentarse sobre un montón de cáscaras rotas de coco. O le echaban agua constantemente durante horas. Aun después de terminar la escuela, en los casos graves de insubordinación, la zo tenía autoridad para recetar alguna clase especial de veneno diseñado para doblegar a una víctima por el dolor, para así echar fuera el espíritu de arrogancia.

‘Esto no me sucederá,’ decidí. ‘No sufriré oprobio por causa de eso.’ Todavía tenía mucho que aprender acerca del amor genuino, de aquella lealtad profunda que no añade oprobio.

El oprobio de la esterilidad

A la edad de dar a luz respondí al “te quiero” de un joven y entré en un arreglo matrimonial de prueba. Mis padres querían estar seguros de que mi amante “pudiera retener bien a una mujer.” Yo esperaba con deleite el día en que daría a luz mi primer hijo. Imagínese la desilusión que tuve cuando aborté. Después de eso, nada de “vientre” otra vez para mí. Algo vital había salido de mi vida. Era yo como un árbol sin fruto, como una nube sin lluvia.

Un día un anciano de apariencia sospechosa le dejó a mi amante un librito acerca de Dios. Prometió volver. Tan pronto como yo oí el sonido de su motocicleta huí a la maleza de mandioca. ¿Por qué habría de venir un hombre extraño a visitar a gente como nosotros, salvo para atraparnos para sacrificio? Un día, llegando a pie, sí nos atrapó, pero su saludo amigable me dejó paralizada.

Por medio de un intérprete nos habló acerca de un gran jefe que entregó mucha tierra de cultivo buena a gente que amaba. Podían quedarse con la tierra mientras respetaran al jefe y sus leyes. Fracasando miserablemente, éstos desafiaron al jefe y llenaron el lugar de dificultades. Ahora el jefe bondadoso estaba por venir rápidamente para echar fuera a los alborotadores y dar su posesión a personas que mostraran aprecio.

Con esta ilustración llegué a entender el propósito del Creador por primera vez. Y aprendí que su nombre es Jehová. ¡Qué magnífico futuro se ofrecía a los que quisieran agradar a este gran Jefe Celestial!

Muy dentro de mí algo cobró vida, algo que había muerto hacía mucho tiempo. Todos los sacrificios que había pagado no habían podido darme esperanza. Ahora había algo por lo cual vivir después de todo. Era como si desde el fondo de un hoyo oscuro estuviera yo siendo levantada gradualmente a la luz y el calor. Gozosamente accedí a que este anciano viniera y nos enseñara la Biblia con regularidad.

Mi fe fue edificada al aprender acerca de aquel que tiene ‘las llaves de la muerte y del sepulcro,’ Jesucristo. (Rev. 1:18) ¡Había esperanza de que mi hermanito viviera de nuevo! ¡Qué grandiosa expectativa! Y era el Diablo el que había llenado la Tierra de adoración falsa, de sacrificios vanos y de medicina mágica que esclavizaban a los supersticiosos.

Mi amante y yo entendimos, también, que el matrimonio honorable no era un arreglo parcial. Pronto él pagó plenamente la dote. Tanto él como yo habíamos experimentado un cambio hacia condiciones mejores por medio del conocimiento de la Biblia. Me parecía ahora que él debería poder “retenerme.” ¡Y qué placer el asistir juntos a las reuniones cristianas!

“No puedo llorar”

No disfrutamos de esta felicidad por mucho tiempo. “Vamos a buscar dinero en algún lugar,” anunció mi esposo un día. No compartí su entusiasmo. Esto significaría dejar amigos cristianos, ocuparnos en la búsqueda de mammón. Pronto los hábitos buenos y el fruto del amor, el gozo y la paz se desvanecieron. Para cuando regresamos a nuestra aldea yo era una esposa maltratada y despreciada. Mi esposo estaba interesado en otra mujer. ¡Cómo anhelaba yo las reuniones de congregación! Pero ahora mi esposo me prohibía toda comunicación con los testigos de Jehová.

Para entonces yo había aprendido que Jehová era el Legislador Supremo, y ningún otro, ni siquiera un esposo, podía cancelar apropiadamente la obligación de uno al Creador. Mi esposo amenazó con persecución y reunió a mis padres y a los ancianos de la aldea. Con toda la fuerza que pude reunir declaré delante de todos ellos: “Lo que Jehová me ha enseñado, nadie de ustedes me lo ha enseñado en la vida. Por eso no puedo renunciar. ¡Ahora tengo una nueva esperanza!”

Enseguida mi esposo dio un paso con el propósito de quebrantar mi corazón. Sin demora se casó con mi hermana más joven. Luego vino y, autojustificándose, dijo: “Desde que estás conmigo, nunca has dado a luz un hijo. No tengo hijos por ti. ¡Sé que lo que haré te hará llorar!” “Puesto que llevo el nombre de Jehová,” contesté, “no puedo llorar. Puesto que es tu dinero lo que quieres, y has tomado a mi hermana y a todas las otras muchachas que tienes, y ahora me dices que simplemente soy una mujer estéril, ¡voy a darte tu dinero!”

Cuando mis padres le devolvieron el dinero de la dote, él mismo, según nuestra costumbre, escribió el recibo y el papel de libertad: “Esta mujer está libre para casarse con cualquiera. Mi nombre ya no está en ella.”

Oprobio quitado

Así me echaron como inservible. Yo era como el rescoldo de un fuego. Necesitaba recibir estímulo de nuevo por medio de asociarme estrechamente con el pueblo de Dios. Jehová, no ningún genio, ahora verdaderamente llegó a ser mi ayudador, y bajo su cuidado progresé bien espiritualmente. Fue un día inolvidable cuando acompañé a aquel Testigo anciano —aquel de quien solía esconderme— en el ministerio de predicación. La gente se sorprendía cuando podía decirle cosas acerca de Dios, aunque jamás había estado dentro de una escuela corriente. Más tarde hasta aprendí a leerle de la Biblia a la gente las magníficas promesas de Dios.

Luego, al debido tiempo, me bauticé. Mi vida ahora tenía un significado definido, porque ahora pertenecía a Dios. ¡Qué bendición podía ser para otros! ¡Qué bien entendía los temores y las desesperaciones de mis hermanas supersticiosas! Particularmente a aquellas que no podían tener hijos les derramaba mi corazón. En vez de la obra de hechicería, como ellas suponían, posiblemente era la obra de los parásitos que pueden afectar los órganos internos hasta el grado de “echar a perder el vientre joven.” Más tarde los doctores expresaron la opinión de que ésta había sido la causa de mi aborto. Pero el gran Sanador pronto corregirá nuestros cuerpos imperfectos. Abortos, partos muertos, prole contrahecha y enfermiza no estropearán el gozo de los que participarán en repoblar la Tierra. Las madres ya no “darán a luz para disturbio.”—Isa. 65:23.

¡Cuán satisfactorio el ver que las semillas de la verdad bíblica se arraigan en los corazones buenos! Una anciana kpelle había creído toda su vida que los muertos eran espíritus que jamás vivirían en la Tierra. La verdad de que habrá personas que serán resucitadas con cuerpos carnales para vivir en la Tierra la conmovió. Con el tiempo aceptó el cristianismo verdadero y se bautizó. Como mi “hija,” hablando espiritualmente, esta “mamá” anciana ahora participa conmigo en la predicación. Mi verdadera madre, también, escucha respetuosamente el mensaje de la Biblia. Quizás actúe antes de que sea demasiado tarde.

Hace mucho Ana cantó alborozadamente con gratitud a Jehová: “Hasta la estéril ha dado a luz siete, pero la que abundaba en hijos se ha marchitado.” A menudo contemplo los muchos niños de una aldea, felices y sin cuidados. Pero sus padres a menudo son orgullosos y resisten la palabra de Jehová. ¿Cómo podrán sobrevivir cuando Dios arrolle a esta generación torcida? Su oprobio será mucho peor que el de una mujer estéril. Solo están dando a luz para destrucción. ¡Cómo le doy gracias a Jehová de que por su Palabra y espíritu puedo servir como instrumento humilde para dar a luz “siete” para supervivencia y vida!—1 Sam. 2:5.

No he cambiado de parecer. “Puesto que llevo el nombre de Jehová, no puedo llorar.” Solo puedo regocijarme como una rama espiritualmente fructífera, deseada y amada ahora por un esposo a cuyo lado sirvo a Dios. Juntos nos preparamos para la supervivencia y los gozos de vivir bajo el régimen amoroso de Aquel que promete vida eterna. Pero aun en este tiempo puedo repetir con gozo y aprecio las palabras de Raquel: “¡Ha quitado Dios mi oprobio!”—Gén. 30:23.

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