Treinta años de amor y devoción
NUESTRA hija Josefina tiene ahora poco más de 30 años de edad. Le deleita lavar los platos y ayudar en los quehaceres domésticos, y siempre nos da las gracias por el placer que tales tareas le proporcionan. Pero Josi, como la llamamos, es algo excepcional. Les explicaré por qué.
Probablemente usted pueda imaginarse el gozo que sentí cuando, después de 14 años de casada, supe que estaba esperando mi primer niño. Pero cuando vi a Josefina me di cuenta de que padecía el síndrome de Down o mongolismo.
Nos enfrentamos a la realidad
El choque emocional y la congoja fueron terribles. Mi bondadoso esposo se sentía tan preocupado por mí como yo por él. Ambos nos sentíamos verdaderamente desilusionados. Además, a decir verdad, nuestro amor propio se vino abajo. ¿Cómo haríamos saber la noticia a nuestros parientes y amistades... y mi esposo a sus compañeros de negocio? Pero, sobre todo, nos sentíamos muy tristes por nuestra hijita, especialmente porque aún no sabíamos el grado de deficiencia que tenía.
Los médicos nos hablaron con franqueza. Nos dijeron que Josi jamás sería de constitución fuerte y que, en tales casos, la fragilidad del corazón y del pecho generalmente limitan la esperanza de vida. Cuando por fin llegamos a casa, todavía sabíamos muy poco. ¿Podría Josefina llegar a caminar, hablar y comer por sí sola? ¿Cómo podríamos enfrentarnos a la situación, si es que podíamos? Pero yo tenía fe en que Josefina sanaría cuando —según yo oraba frecuentemente— se hiciera la voluntad de Dios aquí en la Tierra como en el cielo. (Mateo 6:9, 10.)
Todos mis vecinos se habían interesado en mi parto. Por eso, cuando Josefina tenía aproximadamente seis semanas la arreglé, la puse bonita y la coloqué en su cochecito, el cual llené también de ejemplares del folleto que contenía el animador discurso bíblico intitulado “¿Puede usted vivir para siempre en felicidad sobre la Tierra?”. Entonces fui llamando a todas las puertas a ambos lados del camino donde yo vivía, e invité a cada uno de mis vecinos a salir para ver a mi niñita. A la misma vez expliqué mi esperanza de que ella fuera restaurada a salud perfecta bajo el gobierno del Reino de Dios y di a cada vecino un ejemplar del folleto. Después de haber terminado, no me sentí tan valiente como había deseado parecer. Pero por lo menos había demostrado a todos cuán valiosa es mi fe.
Nos enfrentamos al desafío
Mi esposo y yo resolvimos hacer todo lo posible por Josefina. Desde el principio, decidimos emprender la tarea de hacer de ella un miembro útil a la sociedad. No nos dábamos cuenta en aquel entonces cuántos años de entrenamiento lento —a veces hasta doloroso— nos quedaban por delante.
Por ejemplo, era frecuente que a Josi le colgara la lengua. Cada vez que esto sucedía, yo se la colocaba tiernamente en la boca, le besaba la mejilla y le decía en voz baja: “¡Muy bien, pequeña!”. A la edad de seis meses ya comprendía lo que se esperaba que hiciera y vencimos este problema. ¡Pero cuánta paciencia requirió esto!
¡Nuestros familiares, amistades, y miembros de la congregación de los testigos de Jehová de Taunton, Inglaterra, nos ayudaron muchísimo! Nunca nos faltó una palabra de ánimo. Después de poco más de un año, Josefina caminaba por la casa valiéndose de un andador. Empezaba a perfilarse un método de enseñanza, pero aún nos quedaba mucho por aprender.
Cuando Josefina tenía dos años y medio, se nos indicó que había llegado el momento de enseñarle a usar el inodoro. Ella siempre estaba seca y limpia cuando se acostaba, y yo volvía a llevarla al baño justamente antes de que mi esposo y yo nos acostáramos. Poníamos el despertador a las cuatro y media, y a esa hora me levantaba para ayudarla una vez más con sus necesidades. Entonces, por medio de correr el despertador cinco minutos más cada día, para cuando ella tenía tres años de edad ya podíamos dormir toda la noche sin interrupción. El secreto consistía en tener a mano ropa limpia para cambiarla, y elogiarla con la frase que ella había llegado a conocer tan bien: “¡Muy bien, pequeña!”.
Progresos y reveses
Puesto que sabíamos que nuestro problema no era único, leímos libros sobre el mongolismo o síndrome de Down, pero hallamos que muchos de ellos eran deprimentes. Por eso decidimos obtener diferentes evaluaciones de las limitaciones y posibilidades de Josefina. En esto también variaban las opiniones enormemente, dependiendo, por lo general, del estado de ánimo de Josefina al momento de la entrevista.
En cierta ocasión le cobró antipatía repentinamente a un especialista. Como resultado de esto se nos dijo que Josefina era un caso muy difícil y que sería incapaz de aprender algo. Pero otras entrevistas resultaron más constructivas. El que ella supiera hablar un poco y, especialmente el que supiera cantar afinadamente, fueron de mucha utilidad. Como resultado directo de estas pruebas, cuando Josi tenía ocho años de edad, pudimos matricularla en una escuela de Bristol para niños que necesitan una educación especial.
Cuando Josi tenía tres años de edad, yo había dado a luz a nuestra segunda hijita, Juana. A medida que Juana fue creciendo, fue mi constante compañera y se unió a mí en ayudar a cuidar de Josefina con el entusiasmo de una niña que amaba entrañablemente a su hermanita, la cual, aunque mayor, era en realidad como un bebé. Si yo tendía a darme por vencida respecto a enseñarle cierta palabra o corregirla debido a cierto comportamiento persistentemente malo, Juana perseveraba y así me daba ánimo. Claro, hubo problemas, puesto que las frustraciones de Josefina frecuentemente se convertían en rabietas. En tales casos el único remedio consistía en sujetarla firmemente para impedir que se hiriera, y a la misma vez tranquilizarla tiernamente hasta que poco a poco se calmaba.
No era fácil criar a dos hijas en estas circunstancias. Cuando tuve que ingresar en el hospital para someterme a una operación, Josefina se irritó tanto que perdió toda su hermosa cabellera negra. Aunque por muchos años la llevamos regularmente a un especialista para que la tratara, hasta el día de hoy tiene que usar peluca. Poco después, comenzó a decaer su salud. Además se le encorvó la columna vertebral y, debido a su precario estado de salud, no pudimos hacer nada al respecto. La situación no fue fácil para ninguno de nosotros. En momentos de extremada tensión, agradecíamos que hubiese medicamentos modernos que lograban que Josi se tranquilizara y durmiera. De hecho, dudo que ella estuviera viva hoy sin dichas medicinas modernas.
Las maestras que se especializaban en cuidar de Josefina no escatimaban esfuerzo alguno para ayudarla y entrenarla. Las lecciones nunca duraban más de 20 minutos y frecuentemente eran aun más cortas. Nos concentrábamos principalmente en los sonidos vocales correctos, y después de esto en frases muy breves, las cuales se pronunciaban lentamente para garantizar una pronunciación clara. Josi tenía una capacidad de concentración muy limitada. En cierta ocasión, recuerdo que Juana y yo pasamos dos semanas enseñándole a decir “mi brazo” y “guardián de parque”. Pero ¡qué gozo sentimos al conseguirlo!
El programa escolar de Josefina, aunque tenía que ser limitado, fue muy valioso. A los 16 años de edad, ella no solo sabía hablar, sino que también sabía leer y escribir. Había desarrollado habilidades manuales y sabía tejer y hacer recipientes de barro. Aun hoy disfruta de colorear dibujos, lo cual hace de manera meticulosa. Pero lo más importante es que durante todos aquellos años de formación enseñé a mis dos hijas a amar a Jehová Dios.
Bendiciones espirituales
Cuando Juana se bautizó a los 16 años de edad, Josefina estuvo presente y oyó al conferenciante decir que una persona bautizada es “verdaderamente miembro de la gran familia de Jehová”. A partir de entonces, el único anhelo y ferviente deseo de Josi era ser parte de dicha familia. Por eso, unos años después, a los 22 años de edad, se bautizó. ¡Ese fue un día muy feliz!
Con gran denuedo, Josefina habla a todos acerca de su fe en Dios... a sus maestros en el centro donde ella pasa algún tiempo cada semana, a sus amistades y a los vecinos. Se siente orgullosa de ser testigo de Jehová. Josi coloca muchas ayudas para el estudio de la Biblia y me da las direcciones de personas interesadas en la Biblia con quienes se ha encontrado y a quienes yo debo escribir. Le encanta asistir a las reuniones del Salón del Reino de la localidad, y cuando se encuentra bien, logramos llevarla a asambleas grandes.
Además, tengo muchas oportunidades de ayudar a otras personas que se encuentran en circunstancias parecidas a la mía. Algunos compañeros de negocio de mi esposo, como también los médicos que saben del caso de Josefina, suelen pedirme que vaya a consolar a los padres de algún bebé que padece el síndrome de Down. Me envían a mí porque siempre me ven muy feliz. Y tengo toda razón para sentirme feliz. En el transcurso de los años, he mantenido correspondencia con familias de Australia y otros lugares que tienen problemas parecidos al mío. Siempre es muy satisfaciente poder animar a otros padres y compartir con ellos sugerencias prácticas basadas en mi propia experiencia.
Claro, cada caso es diferente y las circunstancias domésticas varían. Pero las autoridades médicas admiten que los niños que padecen mongolismo tienen una extensa variedad de habilidades y un gran potencial reprimido. Los padres tienen que luchar contra la tendencia a volverse pasivos y demasiado protectores a medida que se recuperan del choque inicial que ocasiona el nacimiento de un niño con esta tara. Otro peligro es el de ser demasiado indulgente. Los primeros cinco años son años de formación, tanto para el niño que padece el síndrome de Down como para el niño normal. La firmeza, templada con la bondad, es esencial para que se desarrolle plenamente el potencial del niño.
Todo esfuerzo que hemos hecho mi esposo, mi hija Juana y yo ha valido la pena. Personas ajenas frecuentemente creen que cuidar de un niño con retraso mental debe ser una responsabilidad poco remuneradora. ¡Qué equivocadas están! Aunque Josefina no sabe cocinar, frecuentemente sorprende a nuestras visitas con una taza de té. También contesta el teléfono, arregla su propia cama y realiza con mucho cuidado y paciencia la tarea de quitar el polvo de los muebles y limpiar la casa.
Los niños que padecen el síndrome de Down no solo son extremadamente afectuosos, sino también sensibles y tiernos, y se interesan en otros. Josefina no es una excepción en este sentido. ¡Sí! Ella realmente nos ha proporcionado mucho más gozo que tristeza. En lo que a nosotros atañe ha sido ella la que especialmente ha manifestado amor y devoción.—Según lo relató Ana Field.
[Comentario en la página 10]
Yo había demostrado a todos cuán valiosa es mi fe
[Comentario en la página 11]
Agradecíamos que hubiese medicamentos modernos que lograban que Josi se tranquilizara y durmiera
[Comentario en la página 12]
He enseñado a mis dos hijas a amar a Jehová
[Comentario en la página 13]
Los primeros cinco años son años de formación, tanto para el niño que padece el síndrome de Down como para el niño normal
[Fotografía en la página 11]
Ana Field con su hija Josefina