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  • Tras las huellas de los incas

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  • Tras las huellas de los incas
  • ¡Despertad! 1989
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¡Despertad! 1989
g89 8/2 págs. 15-19

Tras las huellas de los incas

“¡IMPRESIONANTE!” “¡Es tan majestuoso!” “Me siento como si hubiese retrocedido en el tiempo.” Esas fueron nuestras impresiones cuando contemplamos, cautivados, el panorama de la legendaria ciudad perdida de los incas: Machu Picchu, en Perú.

Aunque yo ya había visitado anteriormente Machu Picchu, el volver a verla, esta vez acompañado de mi esposa, Elizabeth, y de nuestros buenos amigos Baltasar y Heidi, resultó ser una experiencia memorable.

Nuestro viaje a Machu Picchu comenzó en una fascinante ciudad situada a unos 3.400 metros sobre el nivel del mar: Cuzco, la que en su día fue capital del antiguo imperio inca. En esta ciudad, diseñada con la forma de un puma por el gobernante inca Pachacuti, todavía queda bastante arquitectura inca de singular belleza. Muchos de los edificios de la plaza mayor se asientan sólidamente sobre antiguas piedras de fundamento incas. Dichas piedras, encajadas a la perfección unas con otras sin haber utilizado argamasa, por lo general miden más de un metro y medio de altura y pesan varias toneladas. Sobre ellas el historiador español Cieza escribió: “Es desconcertante pensar [...] cómo pudieron subirlas aquí y colocarlas en su lugar”. Con todo, nos habían dicho que Machu Picchu sobrepasaría por mucho lo visto hasta entonces.

Un viaje tortuoso

Aquel viernes nos levantamos muy temprano, y a las siete de la mañana, ilusionados de estar finalmente en el tren que nos llevaría a Machu Picchu, salíamos de la estación de San Pedro, en Cuzco. El tren tenía aspecto de haber estado funcionando por muchos años, pero seguía el zigzag de las vías con bastante facilidad en nuestro descenso de los más de 1.200 metros de desnivel que hay entre Cuzco y el lindero de la jungla amazónica. Durante el viaje de cuatro horas hasta Machu Picchu (que significa “viejo pico”), seguimos el curso del río Urubamba y vimos cómo se transformaba el escenario ante nuestros ojos. Según descendíamos de las áridas montañas y el altiplano, el terreno empezó a hacerse más y más verde debido a la vegetación, hasta que pronto nos encontramos en medio de montañas cubiertas de lujuriante follaje.

En el tren fuimos hablando de lo que habíamos leído sobre Machu Picchu y de lo que sabíamos de su historia. En julio de 1911, el explorador estadounidense Hiram Bingham, guiado por un muchacho, descubrió esta ciudad perdida. El muchacho le iba a mostrar a Bingham unas “ruinas cercanas” que había en la selva tropical de la cima del pico llamado Machu Picchu. Pero, como escribió Bingham, “de repente, sin previo aviso, bajo un enorme saliente el muchacho me mostró una cueva hermosamente revestida de la mejor piedra tallada”. Cuando el muchacho le mostró un muro, “parecía un sueño inverosímil. Poco a poco empecé a darme cuenta —dijo— de que este muro y el templo semicircular contiguo que quedaba encima de la cueva estaban construidos con una perfección comparable a la de las estructuras de piedra más perfectas del mundo”. ¡Y pensar que nosotros también íbamos a ver aquellas estructuras de piedra!

Todavía se desconoce con qué propósito se construyó, probablemente hace unos quinientos años, esta aislada ciudadela. Una teoría sostiene que se trataba de un refugio para las Vírgenes del Sol, quizás debido a que en la mayoría de las cámaras que Bingham descubrió se encontraron restos de mujeres. Según otra teoría, la ciudad era un puesto de avanzada militar. Hay quienes también han sugerido que tal vez se tratara de un lugar de descanso del emperador o de un refugio al que huyeron los incas para escapar del conquistador español Pizarro. O pudo haber sido la capital de Vilcabamba, un nuevo imperio inca establecido por Manco Inca en la impenetrable jungla amazónica. Fuera cual fuese la verdad sobre la ciudad de Machu Picchu, estábamos ansiosos de ver esas fascinantes ruinas ubicadas a 2.060 metros sobre el nivel del mar.

Aunque al llegar al pie del Machu Picchu, sabíamos que la ciudad perdida estaba allá arriba, cuando bajamos del tren, no pudimos distinguir nada. Nos apresuramos a colocarnos en la cola del autobús que, serpenteando por las cerradas curvas, nos llevaría hasta la cima de la montaña en un viaje de veinte minutos. Pero tampoco durante este trayecto pudimos ver las ruinas, por más que nos esforzamos en conseguirlo.

Un sinfín de escalones y piedras

Finalmente, después de registrarnos en el hotel (el único edificio moderno que hay en la montaña), llegamos a la puerta de entrada de las ruinas. Lo que vimos al dar la vuelta a la esquina nos dejó sin aliento. Era increíble. Elizabeth dijo: “He visto fotografías de este lugar, pero ninguna le hace justicia”. Seiscientos metros más abajo, al pie de la cadena montañosa, fluía el río Urubamba. En cualquier dirección a la que miráramos, veíamos verdes picos montañosos de majestuosa belleza, que hacían que nos sintiéramos sumamente insignificantes. Sobre ese fondo sobrecogedor se encontraba la ciudad perdida, erguida como un impresionante santuario inviolado por los conquistadores.

Las ruinas permitían adivinar una ciudad enteramente construida de piedra. Gracias al máximo aprovechamiento del accidentado terreno y a sus conocimientos de geometría, se construyó este magistral conjunto granítico. La mayoría de los edificios eran de una sola planta, con un diseño que, según historiadores modernos, corresponde al período incaico más tardío. En los interiores de las habitaciones pudimos ver muchas hornacinas. Un elemento arquitectónico característico de las construcciones incas más tardías es la forma trapezoidal de las puertas, ventanas u hornacinas, que se estrechan en la parte superior. En el centro de la ciudad se encuentra un gran espacio abierto, quizás la plaza mayor, rodeado de terrazas, santuarios, núcleos residenciales y empinadas escaleras. Algunos de los muros presentan un hermoso acabado de piedra, orgullo de los artífices incas.

Nuestro recorrido por todo este singular conjunto de ruinas permitió que nos diéramos cuenta de su tamaño. Necesitamos más de una hora para ir de un extremo a otro, sin contar el tiempo que requiere subir a la cima del pico Huayna Picchu. Como el terreno es tan montañoso, por todas partes hay escalones: en total más de tres mil. Hasta los bancales que rodean la ciudad, utilizados para el cultivo y para pastos, tienen piedras que sobresalen y que sirven de escalones para unir los diferentes niveles. Se calcula que la ciudad tiene una extensión de unos trece kilómetros cuadrados.

Nos impresionó ver lo bien conservadas que están las ruinas. Cuando Bingham las descubrió, no se encontró ninguna evidencia de que se hubiesen librado batallas en este lugar. Y comprobamos que la ciudad parecía haber sido abandonada, no conquistada. Puesto que los incas desconocían la rueda, todavía no se sabe cómo pudieron trasladar hasta allí unas piedras tan enormes. Pero las piedras fueron labradas a la perfección y colocadas en su lugar. El cuidadoso trazado de las diferentes secciones de la ciudad que se aprecia en las ruinas revela que se trataba de una civilización muy bien organizada.

A solas con las llamas y las estrellas

Los grupos de turistas que habían venido a pasar el día comenzaron a abandonar la ciudad a primeras horas de la tarde, y Machu Picchu quedó solo para los pocos huéspedes del hotel que íbamos a pernoctar allí. Entonces paseamos solitarios por entre las ruinas y admiramos la puesta de sol. Mientras caminábamos, Heidi y Elizabeth vieron en un rincón de las ruinas a una cría de llama junto a su madre. En Perú las llamas son muy apreciadas como animales de carga, pero aunque son lo suficientemente fuertes como para acarrear cargas de unos 35 kilogramos, son demasiado frágiles para que un hombre las monte. Al principio, parecía que la presencia de Heidi y Elizabeth las inquietaba, pero ellas estaban decididas a tomar una foto de cerca de estos hermosos animales, que daban la impresión de sentirse entre las ruinas como en casa. Las llamas se protegen escupiendo su ácida saliva, y como Heidi y Elizabeth lo sabían, no quisieron asustarlas, sino que trataron de granjearse poco a poco su amistad. Heidi hasta pudo dar de comer a la madre un poco de la hierba que había allí cerca.

Más tarde nos abrigamos un poco y salimos a caminar bajo las estrellas, alejados de la luz artificial del hotel. El único resplandor que veíamos era el de las estrellas de los cielos. Pensamos en la majestuosidad de Jehová, y también en las personas que cuatro siglos atrás vivieron en esta montaña y contemplaron estas mismas estrellas.

Los incas y los conquistadores

Antes del amanecer de la mañana siguiente, volvimos a las ruinas. Oímos a lo lejos los melancólicos tonos de una flauta. Durante aquel rato, antes de que llegaran los grupos de turistas, se impresionaron en nosotros la belleza y el ambiente de Machu Picchu.

Mientras descansábamos entre las ruinas y reflexionábamos en lo que habíamos visto, Baltasar llamó a nuestra atención los trágicos resultados a los que puede llevar una religión que no se rige por lo que la Biblia realmente enseña. (Mateo 7:15-20.) En el nombre de la religión católica y movidos por una insaciable avidez, los conquistadores españoles destruyeron toda una civilización. Lo hicieron sin haber llegado a saber cómo vivían los incas. Como no tenían un lenguaje escrito, los incas utilizaban quipus, unos cordeles largos con nudos, para guardar registro de detalles sobre las cosechas, armas, nacimientos, muertes, etc. De modo que cuando los conquistadores españoles destruyeron los quipus, quedaron muy pocos registros de la cultura inca.

Los incas volverán

Elizabeth y Heidi aludieron a la promesa de Jehová de una resurrección y comentaron lo maravilloso de saber que gente que perteneció a una civilización totalmente destruida podrá tener la oportunidad de volver a vivir. (Hechos 24:15.) ¡Y pensar que es posible que lleguemos a conocer a algunos de los antiguos incas y que ellos personalmente nos cuenten cómo era su cultura! Hasta puede que tengamos el privilegio de enseñar a algunos de los antiguos habitantes de Machu Picchu a que conozcan al Dios verdadero y Su propósito para ellos.

Los dos días que pasamos en Machu Picchu llegaron a su fin, de modo que emprendimos nuestro viaje de regreso a Cuzco. En nuestra memoria quedaron grabados agradables recuerdos de una ciudad singular, ahora solo recordada por sus ruinas. Aunque los españoles conquistaron el imperio inca, jamás descubrieron Machu Picchu. Pero nosotros nos alegramos de haber encontrado la ciudad perdida de los incas.—Contribuido.

[Fotografía en la página 15]

Machu Picchu, ciudad antigua de escaleras y bancales

[Fotografías en la página 16]

Machu Picchu (viejo pico), en lo alto de los Andes, con el Huayna Picchu (joven pico) al fondo

Aunque no conocían la rueda, para construir sus edificios, los incas trasladaron enormes piedras labradas a mano

[Fotografías en la página 17]

Típica morada inca con arquitectura trapezoidal, que se estrecha en la parte superior

Una llama solitaria en las ruinas de Machu Picchu

[Fotografía en la página 18]

El río Urubamba, que fluye 600 metros más abajo de Machu Picchu

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