Engaño en los santuarios de la ciencia
NO SE espera que ocurra. No en los santuarios de la ciencia, donde buscadores de la verdad desapasionados y objetivos trabajan incansablemente en sus laboratorios. No en los lugares donde investigadores que se han comprometido a buscar la verdad sin importar qué revele la investigación intentan desentrañar los secretos de la naturaleza. No se espera que ocurra en el seno de un grupo de hombres y mujeres que pelean hombro a hombro a fin de contrarrestar los malos efectos de la enfermedad para el beneficio de la humanidad.
¿Quién sospecharía que científicos como estos manipulan datos para respaldar sus afirmaciones? ¿O que seleccionan lo que confirma sus teorías y descartan el resto? ¿O que registran experimentos que nunca han realizado y falsifican datos para respaldar opiniones que no pueden probar? ¿O que informan sobre estudios que nunca han efectuado y reclaman la autoría de artículos en los que nunca han trabajado o ni siquiera han visto? ¿Quién podría sospechar que existen tales engaños en los santuarios de la ciencia?
No se espera que ocurra, pero sucede.a Una revista científica informó el año pasado: “Las comisiones ilegales, el fraude y la falta de ética son comunes entre los investigadores médicos americanos, según una crítica mordaz publicada esta semana por un comité del Congreso estadounidense. El informe dice que el Instituto Nacional de la Salud ‘ha puesto en peligro la salud pública’ al no investigar a los científicos a los que presta apoyo”. (New Scientist, 15 de septiembre de 1990.)
La mayoría de los casos podrían considerarse falta de ética, pero otros son fraudes clarísimos. Así se consideró el caso de la doctora Thereza Imanishi-Kari y los cinco coautores de un trabajo que “describe la inserción indirecta de un gen extraño en las células inmunitarias de ratones. Los autores afirmaron que el gen natural del ratón comenzó a imitar al gen insertado y produjo un anticuerpo especial”. (Science News, 11 de mayo de 1991.) Esto hubiera constituido un avance importante en el campo de la investigación inmunitaria, si no fuera porque al parecer nunca ocurrió.
El informe se publicó en abril de 1986 en la revista científica Cell. Poco después, la doctora Margot O’Toole, ayudante auxiliar de investigación de biología molecular en el laboratorio de Imanishi-kari, declaró que en el informe se hacían afirmaciones que no estaban respaldadas por datos. Se dirigió al doctor David A. Baltimore, laureado con el Nobel y coautor del trabajo de investigación, con diecisiete páginas de datos procedentes de los cuadernos de Imanishi-Kari que demostraban que el experimento no había tenido éxito, aunque el trabajo publicado afirmaba que sí. Sin embargo, el doctor Baltimore estimó que no había razón para dudar de los datos y despidió a la doctora O’Toole como si fuera “una posgraduada disgustada”. (The New York Times, 22 de marzo de 1991.)
Ese mismo año, dos centros universitarios revisaron el artículo de Cell. Uno de ellos fue el Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde se había realizado el trabajo; el otro fue la Universidad Tufts, donde se barajaba el nombre de Imanishi-Kari para un puesto importante. Sus comprobaciones descubrieron algunas irregularidades, pero nada serio. El caso se olvidó durante dos años.
Entonces se hizo cargo del caso John D. Dingell, presidente del Subcomité de Supervisión e Investigaciones de la Cámara de Representantes. El gobierno apoya la investigación científica, y todos los años concede a través del Instituto Nacional de la Salud ocho mil millones de dólares a los científicos y a sus instituciones para proyectos de investigación. El subcomité del señor Dingell se ocupa de que el dinero de los contribuyentes se gaste de manera adecuada, e investiga los abusos.
El doctor Baltimore estaba muy contrariado. Declaró que, al hacerse cargo del caso, el subcomité ‘deseaba eliminar los criterios oficiales y sustituirlos por otros completamente nuevos que sirvieran para juzgar a la ciencia’. Añadió: “Han escogido el estilo judicial. Eso significa que hemos de investigar pensando en la posibilidad de que haya que enfrentarse a un proceso. Si la audiencia de hoy representa la opinión del Congreso de cómo debe efectuarse la investigación científica, la ciencia americana tal y como la conocemos se enfrenta a problemas”.
El doctor Baltimore obtuvo el apoyo de otros colegas afines enviando cartas a 400 científicos, en las que advertía que la intervención del Congreso podría “mutilar la ciencia americana”. Declaró que la investigación presagiaba amenazas a la comunicación y la libertad científicas. Muchos miembros de la comunidad científica se agruparon en torno a Baltimore, una de sus estrellas más brillantes, y llamaron a las audiencias una “caza de brujas”, y a Dingell, un “nuevo McCarthy”.
“Los partidarios del doctor Baltimore y su justificación del artículo respondieron con ataques al Congreso —informó el New York Times del 26 de marzo de 1991—. Criticaron al señor Dingell por fisgonear en los cuadernos científicos y se refirieron a su jurado con calificativos como ‘policía científica’. Casi todas las cartas y los artículos decían que no se trataba de un fraude, sino tan solo de interpretación. ‘Recibimos muchísimas cartas de científicos que expresaban su gran preocupación por lo que estábamos haciendo —dijo un miembro del equipo del subcomité del señor Dingell—, pero en muchos casos, quizás la mitad o más, se reconoció que no se conocían los hechos. Es un tanto extraño’.”
Cuando se alteran los ánimos, puede que los hechos pierdan su importancia y queden relegados a un segundo plano. La avalancha de cartas en apoyo del doctor Baltimore y la doctora Imanishi-Kari criticó al Congreso con un lenguaje fuerte y emocional. El doctor Stephen J. Gould, de Harvard, escribió: “A la luz de lo que ha ocurrido recientemente en Washington, no estoy seguro de que Galileo no hubiera tenido más problemas hoy”. El doctor Phillip A. Sharp, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, animó a los científicos a escribir a sus representantes del Congreso y protestar por la acción del subcomité. Aseguró que este había “rechazado repetidas veces la opinión de autoridades científicas” de que no había ningún fraude. Más aún, afirmó que se había embarcado en una “venganza contra científicos honrados” que “le costaría muy cara a nuestra sociedad”. Según resultó después, si hubo una venganza, no fue contra los científicos honrados, sino contra la doctora Margot O’Toole, cuya honradez le costó muy cara.
“Mientras la ciencia avanza con relativa normalidad, parece que simplemente se guía por la lógica y las respuestas que da la naturaleza en los experimentos. Pero cuando se tuercen las cosas, los protagonistas humanos dejan a un lado sus máscaras de tranquilidad profesional, y puede que las contracorrientes emocionales del mundo científico salgan a la superficie inesperadamente.” (The New York Times, 26 de marzo de 1991.) Cuando esto sucede, fuerzas externas a la ciencia han de intervenir para evitar los engaños y reparar las injusticias cometidas contra los que denuncian los hechos.
En este caso fue necesario actuar así. Muchos miembros de la comunidad científica que no se habían preocupado de examinar las pruebas se pusieron automáticamente de parte del doctor Baltimore y de la doctora Imanishi-Kari y en contra de la doctora O’Toole. Además, difamaron al organismo gubernamental que tuvo que intervenir para corregir el problema. Esto recuerda el proverbio bíblico que dice: “Cuando alguien responde a un asunto antes de oírlo, eso es tontedad de su parte y una humillación”. (Proverbios 18:13.)
Solo después de largas investigaciones a cargo del subcomité del señor Dingell, del servicio secreto y de la oficina de integridad científica del Instituto Nacional de la Salud, se comprobaron los cargos de la doctora O’Toole. El número del 30 de marzo de 1991 de la revista New Scientist declaró: “Los investigadores del Instituto Nacional de la Salud han llegado a la conclusión de que una colaboradora del premio Nobel David Baltimore inventó conjuntos enteros de datos desde 1986 hasta 1988 para apoyar un trabajo publicado en la revista Cell en el año 1986. Baltimore, que previamente había calificado la investigación del Congreso sobre el asunto como una amenaza a la libertad científica, ha solicitado ahora a Cell que retire el trabajo”. Se disculpó con la doctora O’Toole por no haber investigado sus alegaciones más plenamente.
Las investigaciones revelaron que la doctora Imanishi-Kari inventó los datos, que el experimento sobre el que presentó un informe no se había realizado nunca y que intentó encubrir los hechos cuando se estrechaba el cerco de la investigación. “Una vez que la doctora O’Toole e investigadores ajenos empezaron a plantear preguntas sobre el trabajo —declaró la revista New Scientist—, [Imanishi-Kari] comenzó a inventar datos sistemáticamente para apoyarlo, según el informe de la comisión del Instituto Nacional de la Salud. Algunos de estos datos falsificados se publicaron en la revista Cell en el año 1988 en forma de correcciones al original.” El 6 de abril de 1991 la revista New Scientist dijo: “Los científicos han de reconocer además que la regulación interna solo funciona cuando se basa en la confianza pública. Tachar de perturbadores a los que denuncian los hechos públicamente no ayuda nada a lograrla”. Semanas después de presentarse todas las pruebas, la doctora Imanishi-Kari seguía considerándolo una “caza de brujas”.
Un editorial del The New York Times del 26 de marzo de 1991 titulado: “¿Un Watergate científico?”, se cuestionaba esta afirmación. Decía: “La acusación más fuerte ha de presentarse contra los débiles mecanismos de la comunidad científica para investigar el fraude. Al encararse al obstruccionismo del doctor Baltimore, uno de los científicos más importantes de la nación, varios jurados de investigación parecían estar más interesados en acallar la mala prensa que en encontrar la verdad”. Sin embargo, esta misma comunidad científica afirma que debería investigarse a sí misma en vez de permitir que la investigaran los de fuera.
El editorial continuaba: “Las investigaciones iniciales de las quejas de la doctora O’Toole nos recuerdan a una hermandad tratando de proteger el buen nombre de la comunidad científica. Las investigaciones realizadas en la Universidad Tufts y en el Instituto Tecnológico de Massachusetts no descubrieron fraudes, ni siquiera errores importantes. El Instituto Nacional de la Salud eligió un jurado investigador muy vinculado al doctor Baltimore. Incluso después de elegir un nuevo jurado para calmar las críticas, este elaboró unas conclusiones imprecisas y no halló pruebas de falta de ética a pesar de que se había presentado un informe sobre un experimento que nunca se realizó. Solo después de la intervención del Congreso empezó el Instituto Nacional de la Salud a mostrar cierta firmeza. Su nueva Oficina de [Integridad] Científica elaboró un informe duro y claro que por fin llamó a las cosas por su nombre: una falsificación. El doctor Baltimore pareció desde el principio más interesado en evitar la investigación que en llegar al fondo del asunto. Aunque no se le acusó de fraude, había firmado dos documentos —el original y una corrección posterior— que contenían datos inventados por la doctora Imanishi-Kari”.
A los científicos no les hace ninguna gracia que alguien ajeno a la comunidad científica se inmiscuya en sus actividades. Están totalmente convencidos de que ellos, no extraños ni, por supuesto, un organismo gubernamental, deben juzgar los casos en los que se les acusa de falta de ética o de fraude. Pero a cualquiera de la comunidad científica que se atreva a levantar cargos contra miembros destacados de la misma puede irle muy mal, como le sucedió a la doctora Margot O’Toole.
La suerte de los personajes principales implicados en este caso demuestra la veracidad de lo que decimos. El doctor Baltimore llegó a ser presidente de la Universidad Rockefeller y la doctora Imanishi-Kari consiguió el prestigioso puesto que buscaba en la universidad Tufts. Sin embargo, la doctora O’Toole perdió su trabajo en el laboratorio de Tufts, perdió su casa, no pudo conseguir un empleo relacionado con la ciencia durante años y tuvo que trabajar como telefonista en el negocio de mudanzas de su hermano.
Se informó que el doctor Baltimore dijo al presidente del subcomité, el señor Dingell, que asuntos como el de Imanishi-Kari eran parte de “un proceso de purificación intensa que funciona continuamente” en la ciencia. En este caso, la purificación consistió en evitar que un científico honrado como la doctora O’Toole siquiera trabajase en el campo de la ciencia. Afortunadamente, en su caso esta “purificación” no fue definitiva. Cuatro años después, en 1990, tras su rehabilitación, consiguió un trabajo científico cuando la contrató el Instituto de Genética, una compañía fundada por uno de sus pocos defensores, Mark Ptashne, de Harvard.
La mayoría de la gente concuerda en que no deberían producirse tales engaños en los santuarios de la ciencia; sin embargo, fue una revista científica la que publicó el informe de que tales engaños eran “comunes entre los investigadores médicos americanos”.
[Nota a pie de página]
[Comentario en la página 14]
Un subcomité del congreso vigila cómo se gasta el dinero de los contribuyentes
[Comentario en la página 15]
Los autores consiguieron mejores puestos, la persona que denunció el fraude perdió su empleo
[Comentarios en la página 13]
“Las comisiones ilegales, el fraude y la falta de ética son comunes entre los investigadores médicos americanos”
Ocho mil millones de dólares del dinero de los contribuyentes se destinan todos los años a los científicos y a sus instituciones para proyectos de investigación