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  • Jehová nos cuidó durante la proscripción—Parte 1

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  • Jehová nos cuidó durante la proscripción—Parte 1
  • La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1992
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La Atalaya. Anunciando el Reino de Jehová 1992
w92 15/4 págs. 26-30

Jehová nos cuidó durante la proscripción—Parte 1

Por décadas los testigos de Jehová se han preguntado cómo se las arreglaban sus hermanos en países donde la obra cristiana estaba restringida. Nos complace presentar el primero de tres artículos que revelan algunos sucesos que tuvieron lugar. Son relatos personales de cristianos fieles que sirven en lo que entonces se conocía como Alemania oriental.

EN 1944 yo era un prisionero de guerra alemán que trabajaba de asistente en un hospital en el campamento de Cumnock, cerca de Ayr, Escocia. Me permitían salir del campamento, pero no podía tener amistad íntima con nadie de la localidad. Un domingo, mientras caminaba, conocí a un señor que se esforzó sinceramente por explicarme asuntos bíblicos. Después de aquello, solíamos pasear juntos.

Con el tiempo, me invitó a una reunión en un hogar. Era peligroso que él hiciera eso, pues yo pertenecía a una nación enemiga. En aquel tiempo yo no sabía que él era testigo de Jehová; y obviamente me había invitado a la reunión de uno de los grupitos que estudiaban la Biblia. Aunque hubo muchas cosas que no comprendí, recuerdo vívidamente la lámina de un niño que llevaba una larga prenda blanca y que estaba junto a un león y un cordero. Me impresionó muchísimo aquel cuadro del nuevo mundo, según se describe en el libro bíblico de Isaías.

En diciembre de 1947 me pusieron en libertad. Al regresar a Alemania me casé con Margit, a quien había conocido antes de la guerra. Nos establecimos en Zittau, junto a la frontera de Polonia y de Checoslovaquia. Unos días después, un testigo de Jehová tocó a la puerta. “Si es del mismo grupo que conocí en Escocia —dije a mi esposa—, entonces tenemos que unirnos a ellos.” Aquella misma semana asistimos a nuestra primera reunión con los Testigos.

Pronto aprendimos de la Biblia que era necesario asistir regularmente a las reuniones cristianas y participar en la predicación. De hecho, lo que los Testigos enseñaban de la Biblia pronto llegó a ser lo más importante de nuestra vida. Con el tiempo llegué a ser el conductor del estudio bíblico en uno de los grupos. Luego, en febrero de 1950, dos superintendentes viajantes cristianos me preguntaron: “¿Piensa bautizarse algún día?”. Aquella misma tarde, Margit y yo simbolizamos nuestra dedicación a Dios mediante bautismo.

Empiezan las dificultades

Zittau estaba en la zona soviética de Alemania, y en 1949 se habían empezado a hacer esfuerzos por causar dificultades a los testigos de Jehová. Aunque fue muy difícil, conseguimos un lugar para celebrar una asamblea pequeña en Bautzen. Entonces, aquel verano se cancelaron de repente los trenes especiales en que viajarían los concurrentes a la asamblea de distrito más grande que se celebraría en Berlín. Sin embargo, miles de personas asistieron a ella.

También hubo disturbios en las reuniones de congregación. Había personas que asistían solo para gritar y silbar. En una ocasión casi nos obligaron a suspender el discurso de un superintendente viajante. La prensa nos llamaba profetas de juicio condenatorio. En artículos periodísticos hasta se afirmó que nos habíamos reunido en las cumbres de las colinas para que se nos arrebatara en las nubes. Los periódicos también citaron a algunas jóvenes que dijeron que unos Testigos habían tratado de cometer inmoralidad con ellas. Se torció la explicación de que ‘los que se dedican a Jehová recibirían vida eterna’ para decir que los que tuvieran relaciones sexuales con los Testigos alcanzarían vida eterna.

También se nos acusó de ser fomentadores de la guerra. Lo que decíamos acerca de la guerra de Dios en Armagedón se interpretó mal, y dijeron que promovíamos la carrera de armamentos y la guerra. ¡Qué absurdo! Además, en agosto de 1950, cuando llegué a la oficina del periódico local donde trabajaba de impresor en el turno de la noche, no se me permitió entrar. “Usted ha sido despedido —dijo el guardia, quien estaba acompañado de un policía—. Ustedes apoyan la guerra.”

Margit se alegró cuando regresé a casa. Dijo: “Qué bueno que ya no tienes que trabajar de noche”. No nos inquietamos. Pronto encontré otro empleo. Confiamos en que Dios nos proveería lo necesario, y así sucedió.

Se proscribe nuestra obra

El 31 de agosto de 1950 se proscribió la obra de los testigos de Jehová en la República Democrática Alemana. Después hubo una ola de arrestos. Testigos fueron llevados ante tribunales y algunos recibieron condena perpetua. Los comunistas encarcelaron a dos Testigos de Zittau que habían sufrido en campos de concentración bajo los nazis.

El hermano que superentendía nuestra congregación fue arrestado junto con su esposa. Y quienes los arrestaron dejaron a las dos hijitas de los hermanos abandonadas en la casa. Los abuelos se las llevaron consigo, y hoy ambas hijas predican con celo acerca del Reino de Dios.

Hermanos que servían de correos o mensajeros para las congregaciones de Alemania oriental viajaban a Berlín para recoger literatura en lugares designados en el sector libre occidental. Muchos de aquellos valerosos correos fueron arrestados, llevados ante tribunales y encarcelados.

Un día, temprano por la mañana, las autoridades vinieron a registrar nuestro hogar. Sabíamos que tarde o temprano harían eso, de modo que puse los registros de la congregación, que estaban bajo mi cuidado, junto a un avispero en nuestro almacén. Los insectos nunca me habían molestado, pero cuando los hombres registraron aquel lugar, de repente se vieron rodeados de una nube de avispas. ¡Lo único que pudieron hacer fue correr a un sitio seguro!

Jehová nos había preparado para hacer frente a la proscripción mediante las asambleas celebradas en 1949. En ellas se nos instó a intensificar nuestro estudio personal, nuestra asistencia a las reuniones, nuestra actividad en la predicación, y a que dependiéramos unos de otros para recibir apoyo y ánimo. Aquello verdaderamente nos ayudó a permanecer leales. Por eso, aunque la gente solía criticarnos y maldecirnos, no permitíamos que eso nos desanimara.

Reuniones cristianas durante la proscripción

Después que se anunció la proscripción, me reuní con dos compañeros Testigos para considerar cómo continuar con nuestras reuniones de congregación. El asistir a ellas era peligroso, pues el que se nos hubiera arrestado mientras estábamos reunidos habría resultado en una condena de prisión. Visitamos a los Testigos de nuestra zona. Algunos estaban inquietos, pero fue animador ver que cada uno de ellos reconocía la importancia de asistir a las reuniones.

Un señor interesado en la verdad ofreció su granero para que celebráramos las reuniones allí. Aunque estaba en un campo y era visible a todos, el granero tenía una puerta trasera que daba a un sendero oculto con arbustos. Así que nadie nos veía entrar ni salir. Durante todo el invierno aquel viejo granero fue el centro de reuniones para unos 20 concurrentes que estudiábamos a la luz de velas. Cada semana nos reuníamos para nuestro estudio de la revista La Atalaya y para celebrar la Reunión de Servicio. Aplicábamos la información a nuestras circunstancias y recalcábamos la importancia de permanecer activos en sentido espiritual. Poco después fue conmovedor recibir a aquel señor interesado en el mensaje como nuestro nuevo hermano en la verdad.

A mediados de los años cincuenta, las sentencias que imponían los tribunales ya no eran tan severas, y algunos hermanos que estaban encarcelados fueron puestos en libertad. A muchos se les deportó a Alemania occidental. En mi caso, la situación cambió inesperadamente después de la visita de un hermano de Alemania occidental.

Mi primera asignación de suma importancia

El hermano se identificó como Hans. Después de hablar con él, me pidió que fuera a cierta dirección en Berlín. Al encontrar el nombre en clave en el timbre de la puerta, se me invitó a entrar. Dos hombres entablaron conmigo una conversación amigable, pero muy general. Entonces me preguntaron: “Si se le ofreciera una asignación especial, ¿la aceptaría?”.

“Claro que sí”, contesté.

“Excelente —dijeron—, eso es todo lo que queríamos saber. Que tenga un buen viaje de regreso.”

Tres semanas después se me pidió que volviera a Berlín, y de nuevo me hallé en aquella habitación. Los hermanos me entregaron un mapa de la región alrededor de Zittau, y fueron al grano. “No tenemos ningún contacto con los Testigos de esta zona. ¿Podría usted restablecer esa comunicación?”

“Claro que sí”, respondí inmediatamente. La zona era enorme, pues medía más de 100 kilómetros (60 millas) de largo, desde Riesa hasta Zittau, y hasta 50 kilómetros (30 millas) de ancho. Y mi único medio de transporte era una bicicleta. Cuando se establecía contacto con un Testigo, se le integraba en una congregación, la cual enviaba regularmente un representante a Berlín para recoger literatura y recibir instrucciones. Así evitábamos que se pusiera en peligro a otras congregaciones cuando las autoridades perseguían a una congregación en particular.

Confianza en Jehová

A pesar de la persecución, nunca dejamos de predicar nuestro mensaje del Reino de Dios de casa en casa en obediencia a las instrucciones bíblicas. (Mateo 24:14; 28:19, 20; Hechos 20:20.) Visitábamos hogares que nuestros conocidos nos recomendaban, y disfrutamos de excelentes experiencias. A veces hasta nuestros errores se convertían en bendiciones, como lo ilustra la siguiente experiencia:

Mi esposa y yo fuimos asignados para visitar a unas personas, pero nos equivocamos y tocamos a la puerta de otra casa. Cuando se abrió la puerta, vimos un uniforme de policía en el perchero. Margit se puso pálida; el corazón me empezó a palpitar con fuerza. Esto podría haber significado nuestro encarcelamiento. Solo había tiempo para hacer una breve oración.

“¿Quiénes son ustedes?”, preguntó el señor de manera cortante. Permanecimos calmados.

“Estoy segura de que lo he visto en algún lugar —dijo Margit—, pero no recuerdo dónde. ¡Ah, sí!, usted es policía. Debo haberlo visto trabajando.”

Aquel comentario disipó la tensión, y el policía preguntó amablemente: “¿Son ustedes de Jehová?”.

“Sí —contesté—; lo somos, y tiene que admitir que se requiere valor para que toquemos a su puerta. Estamos interesados en usted personalmente.”

Él nos invitó a pasar. Lo visitamos varias veces y aceptó un estudio bíblico. Con el tiempo llegó a ser nuestro hermano cristiano. ¡Cuánto fortaleció aquella experiencia nuestra confianza en Jehová!

Muchas veces las hermanas servían de correos, lo cual requería que confiaran implícitamente en Jehová. Tal fue el caso una vez que Margit viajó a Berlín para recoger literatura. Había mucha más de la que habíamos esperado. Se ató la maleta pesada y sobrecargada con una cuerda para tender la ropa. Todo marchó bien hasta que Margit subió al tren. Allí se enfrentó con un oficial de la frontera.

El oficial apuntó hacia la maleta y preguntó en tono exigente: “¿De quién es, y qué contiene?”.

“Es mi ropa sucia”, contestó Margit.

Él sospechó de ella y le ordenó que abriera la maleta. Margit empezó a desatar la cuerda, lenta y deliberadamente, deshaciendo un nudo a la vez. El oficial empezó a impacientarse porque su trabajo requería que él viajara en aquel tren por cierta distancia y luego tomara otro tren que iba de regreso. Por fin, cuando solo quedaban tres nudos, el oficial se dio por vencido. “¡Váyase de aquí y llévese su ropa sucia!”, gritó él.

El cuidado personal de Jehová

Con frecuencia no dormía más de cuatro horas durante la noche debido a que solía atender asuntos de la congregación al amparo de la oscuridad. Después de haber trabajado en eso cierta noche, unos oficiales golpearon con fuerza a la puerta por la mañana. Habían venido a registrar nuestro hogar. Era demasiado tarde para esconder las cosas.

Los oficiales pasaron toda la mañana registrando la casa de arriba abajo, hasta examinaron el retrete para ver si habíamos ocultado algo allí. Nadie pensó en registrar mi chaqueta que estaba en el perchero. Yo había metido apresuradamente unos documentos en sus muchos bolsillos. Estos estaban repletos de los papeles que los oficiales buscaban, pero no encontraron nada.

En agosto de 1961 viajé a Berlín. Resultó ser la última vez que recogí literatura antes que se erigiera el muro de Berlín. La estación de ferrocarril de Berlín estaba atestada de gente cuando me disponía a regresar a Zittau. Cuando llegó el tren, todos corrieron para subirse a él. Empujado por la muchedumbre, me hallé de súbito en un vagón vacío. El guardia inmediatamente aseguró las puertas con una cerradura por fuera. Yo era el único que iba en esa sección, mientras que los demás pasajeros iban apiñados en los demás vagones.

Partimos hacia Zittau. Por algún tiempo yo era el único pasajero en ese vagón. Entonces el tren se detuvo y se abrieron las puertas. Entraron docenas de soldados soviéticos. Fue entonces cuando me di cuenta de que iba en una sección reservada para los militares soviéticos. Quería que me tragara la tierra. Sin embargo, no pareció que a los soldados les molestara verme.

Continuamos el viaje hacia Zittau; allí se abrieron las puertas de nuevo, y los soldados salieron apresurados. Registraron a todos los pasajeros en la estación. Yo fui el único que se marchó sin ningún estorbo. Muchos de los soldados hasta me saludaron, pensando que era un alto funcionario.

Solo después de aquello nos dimos cuenta de cuán valiosa era aquella literatura que conseguí, pues la erección del muro de Berlín interrumpió temporalmente nuestro sistema de correos. No obstante, aquellas publicaciones satisficieron nuestras necesidades por varios meses. Mientras tanto, se tomaron medidas para que continuara la comunicación con nosotros.

La construcción del muro de Berlín en 1961 significó cambios para nosotros en Alemania oriental. Pero como siempre, Jehová nos preparó para lo que sucedería en el futuro. Siguió cuidándonos durante la proscripción.—Según lo relató Hermann Laube.

[Fotografía de Hermann y Margit Laube en la página 26]

[Fotografía en la página 27]

Celebramos una asamblea pequeña en Bautzen

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