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  • La hija de una rana
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  • Mi trabajo como geisha
  • ¿Quién es mi madre?
  • Tengo un hijo en plena guerra
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  • Sostengo a mi hija
  • La religión se convierte en un problema
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¡Despertad! 1996
g96 22/2 págs. 19-24

La hija de una rana

“La hija de una rana es una rana.”

Este proverbio japonés comunica la idea de que los hijos son semejantes a sus padres. Mi madre era geisha.

ME CRIÉ en una casa de geishas administrada por mi madre; así que desde pequeña estuve rodeada de hermosas damas ataviadas con los más costosos quimonos. Sabía que cuando creciera entraría en ese mundo. Mi formación empezó en 1928, a los seis años de edad, el día seis del mes sexto. Se decía que la cifra 666 garantizaba el éxito.

Estudié varias artes tradicionales japonesas, entre ellas danza, canto, diferentes instrumentos musicales y la ceremonia del té. Todos los días, al salir de la escuela, corría a casa y me cambiaba de ropa para ir a esas clases. Allí me reunía nuevamente con mis amigas de la escuela, pues todas éramos hijas de geishas. Estaba muy ocupada, pero me encantaba todo aquello.

En aquel tiempo, antes de la II Guerra Mundial, la educación obligatoria terminaba a los 12 años, así que a esa edad empecé a trabajar. Como geisha novel, me ataviaba con quimonos preciosos de amplias mangas que casi me llegaban a los pies. El día que empecé a trabajar estaba muy contenta.

Mi trabajo como geisha

Mi trabajo consistía básicamente en entretener y atender a los clientes. Cuando hombres acaudalados organizaban una cena especial en algún establecimiento selecto, llamaban a una casa de geishas y solicitaban los servicios de unas cuantas. Se esperaba que las geishas amenizaran la velada y se encargaran de que todos los invitados regresaran a casa satisfechos luego de haber pasado un rato agradable.

Para ello teníamos que prever qué necesitaba cada invitado, y suministrárselo, incluso antes de que se diera cuenta de que lo necesitaba. Lo más difícil, creo yo, era tener que cambiar de actividad de un momento a otro. Si los clientes de pronto querían vernos danzar, danzábamos; si querían música, sacábamos nuestros instrumentos y tocábamos las melodías que nos pedían o cantábamos la canción que desearan escuchar.

Existe el malentendido de que todas las geishas son meretrices de clase alta. Aunque algunas se ganan la vida prostituyéndose, ninguna necesita rebajarse de esa forma; lo sé porque yo nunca lo hice. Una geisha es una artista, y si es buena, tiene trabajo y recibe regalos costosos y propinas generosas de los clientes.

Debo admitir que son pocas las geishas tan eficientes que llegan a la cima; la mayoría solo domina una de las artes tradicionales japonesas. Yo me diplomé en siete: danza japonesa, composiciones florales, la ceremonia del té, el taiko (instrumento japonés de percusión) y tres estilos de música que se tocan con un instrumento de tres cuerdas llamado shamisen. Sin esos títulos que me permitían conseguir el sustento, quizás habría tenido la necesidad de hacer todo lo que los clientes me pidieran.

Cuando Japón no tenía estabilidad económica, algunas jóvenes decidían hacerse geishas para mantener a su familia, y pagaban su preparación y los quimonos con dinero prestado. Otras eran vendidas por su familia a una casa de geishas. Los compradores, que habían pagado elevadas sumas de dinero, exigían que estas amortizaran la inversión. Esas geishas estaban en gran desventaja, pues su preparación empezaba tarde, y comenzaban su carrera cargadas de deudas. Muchas recurrían a las acciones inmorales, o eran forzadas a practicarlas para solventar sus necesidades económicas.

Personas famosas del mundo de los deportes, el espectáculo, los negocios y la política solicitaban mis servicios; entre mis clientes había miembros del Gabinete y primeros ministros, que me trataban con respeto y me daban las gracias por mi trabajo. Aunque yo no intervenía en su conversación a menos que me invitaran, a veces querían saber mi opinión, así que, para estar al tanto de las noticias, todos los días leía periódicos y escuchaba la radio. Puesto que en las fiestas en las que prestaba mis servicios solían celebrarse para hacer negociaciones, tenía que ser discreta y no repetir lo que oía.

¿Quién es mi madre?

Un día de 1941, a la edad de 19 años, me pidieron que acudiera a un establecimiento de comidas donde encontré a dos mujeres esperándome. Una de ellas dijo que era mi madre biológica y que estaba allí para llevarme a casa con ella, la otra mujer contrataba a geishas y me ofreció trabajo con la idea de que trabajara para mantener a mi madre biológica en vez de a mi madre adoptiva. Jamás se me había ocurrido que la mujer que me crió no fuera mi madre verdadera.

Confundida, corrí a casa y le conté a mi madre adoptiva lo que había sucedido. Ella siempre había sabido dominar sus emociones, pero en aquel momento se le llenaron los ojos de lágrimas. Me dijo que hubiera preferido ser ella la que me dijera que cuando yo era pequeñita, de apenas un año de edad, había sido entregada a una casa de geishas. Al conocer la verdad dejé de confiar en la gente y me volví retraída y callada.

No quise aceptar a mi madre biológica. De nuestro breve encuentro pude percibir claramente que ella se había enterado de lo bien que me iba y quería que trabajara para sostenerla. Además, por la ubicación del negocio de su amiga, sabía que allí se practicaban actos inmorales, y yo quería vender mis talentos artísticos, no mi cuerpo. Pensé que aquella decisión era la acertada, y sigo creyéndolo.

Aunque estaba disgustada con mi madre adoptiva, tuve que admitir que me preparó bien para ganarme la vida. Cuanto más lo pensaba, más endeudada me sentía con ella. Había escogido siempre con mucho cuidado los lugares donde yo trabajaba, protegiéndome así de los hombres que contrataban los servicios de geishas con propósitos inmorales. Eso es algo que le agradezco hasta el día de hoy.

También me inculcó principios. Uno que siempre recalcaba era que mi sí fuera siempre sí, y mi no, no. Me enseñó a aceptar responsabilidades y a ser firme en mis decisiones. Gracias a esos principios, tuve éxito en mi trabajo. No creo que hubiera recibido esa clase de ayuda de mi madre biológica. Mi adopción probablemente me libró de una vida muy dura, así que llegué a sentirme muy contenta de haber sido adoptada.

Tengo un hijo en plena guerra

En 1943 di a luz un hijo, y puesto que la cultura tradicional japonesa no reconoce el concepto de “pecado”, yo no creía que hubiera hecho nada malo o vergonzoso. Estaba encantada con mi hijo, era lo más precioso que tenía, alguien por quien vivir y trabajar.

En 1945, los intensos bombardeos sobre Tokio me obligaron a huir de la ciudad con mi hijo. El alimento escaseaba y el niño estaba muy enfermo. Aunque la estación estaba atestada de gente que huía confundida, de alguna manera nos las arreglamos para subir a un tren que se dirigía al norte, a Fukushima. Allí pasamos la noche en una hostería, pero antes de que pudiera llevarlo al hospital, mi hijito murió de desnutrición y deshidratación; solo tenía dos años. Quedé destrozada. El calderero del hostal incineró el cadáver en el fuego que utilizaba para calentar el agua del baño.

Poco después terminó la guerra y regresé a Tokio, ciudad que los bombardeos habían arrasado. Puesto que mi casa y todas mis pertenencias habían desaparecido, me quedé en el domicilio de una amiga. Ella me prestó sus quimonos, y así empecé a trabajar de nuevo. Mi madre adoptiva, que había huido a las afueras de la ciudad, me dijo que le enviara dinero y le construyera una casa en Tokio. Aquellas exigencias me hicieron sentir más sola que nunca. Todavía lloraba la muerte de mi hijo y anhelaba consuelo, sin embargo, ella ni siquiera lo mencionó, solo se preocupaba por sí misma.

Responsabilidades familiares

La tradición enseñaba que todo lo que tenemos se lo debemos a nuestros padres y antepasados, y que es deber de los hijos compensarlos por ello obedeciéndolos sin discusión y atendiéndolos hasta su muerte. Yo cumplí con mi responsabilidad, pero las exigencias de mi madre adoptiva eran exageradas, pues quería que mantuviera también a los dos hijos de su hermano, que ella había adoptado. Hasta que cumplí los 19 años, siempre creí que ellos eran mi hermano y mi hermana.

Muchas geishas nunca se casaban, ni tenían hijos. Adoptaban niñas de familias pobres y las preparaban en la profesión con el único propósito de recibir el apoyo económico que les permitiera llevar una vida cómoda en su vejez. Comprendí que, desgraciadamente, esa había sido la razón de los cuidados y la preparación que recibí. Solo había sido un medio de garantizar seguridad económica.

Acepté todo aquello, aunque no entendía por qué tenía que sostener a mi “hermano” y a mi “hermana”, además de mi madre adoptiva, pues ambos gozaban de buena salud y podían trabajar. De todas formas, mantuve a los tres e hice todo lo que me pidieron. Finalmente, un día antes de morir, en 1954, mi madre se arrodilló sobre su cama, y haciéndome una reverencia me dio las gracias formalmente. Me dijo que ya había hecho lo suficiente. Aquel reconocimiento y su muestra de agradecimiento compensaron mis años de trabajo. La satisfacción de saber que cumplí bien con todas mis responsabilidades todavía hace que se me rueden las lágrimas.

Sostengo a mi hija

En 1947 di a luz a mi hija y me propuse trabajar arduamente y ganar mucho dinero para ella. Además de salir a trabajar todas las noches, empecé a actuar en los principales teatros de Japón, como el Kabukiza de Ginza, un barrio de Tokio. Este trabajo también era muy bien remunerado.

Cuando danzaba o tocaba el shamisen, siempre me daban el papel principal. Sin embargo, a pesar de haber alcanzado el éxito con el que otras geishas solo soñaban, no era feliz. Tal vez si me hubiera casado no me habría sentido tan sola, pero la vida de una geisha no encaja bien con el matrimonio. Mi único consuelo era Aiko, mi hijita, y centré mi vida en ella.

Las geishas acostumbran a educar a sus hijas —biológicas o adoptadas— para que sigan sus pasos. Yo hice lo mismo, pero con el tiempo empecé a pensar en la clase de vida para la cual la estaba preparando. Si seguía aquella costumbre, mis sucesivas generaciones nunca sabrían lo que es tener una familia de verdad; quería romper esa cadena. Deseaba que Aiko, y los hijos que ella tuviera, disfrutaran de un matrimonio y una vida de familia normales; no quería que la hija de esta rana también fuese una rana.

Cuando Aiko se acercaba a la adolescencia, se volvió ingobernable. Desde la muerte de mi madre adoptiva unos años antes, la única compañía que Aiko tenía en casa era la de las empleadas domésticas que yo contrataba. Ella necesitaba mucho que le dedicara tiempo y atención, así que por ella, a mis treinta y tantos años y en la cúspide de mi carrera, decidí dejar atrás el mundo de las geishas y aceptar solo el trabajo de danzar y tocar el shamisen. Empezamos a cenar juntas, y casi de inmediato se hizo más agradable; dedicarle tiempo hizo maravillas.

Posteriormente nos mudamos a una tranquila zona residencial, donde abrí un pequeño restaurante. Aiko creció, y me tranquilizó verla casarse con Kimihiro, un hombre amable que supo comprender la vida que yo había llevado.

La religión se convierte en un problema

En 1968, Aiko dio a luz a mi primer nieto. Poco después empezó a estudiar la Biblia con los testigos de Jehová, lo cual me sorprendió, pues ya teníamos una religión. Después de que mi madre, es decir, mi madre adoptiva, murió, coloqué un gran altar budista en nuestra casa, y me arrodillaba regularmente ante él para rendirle culto. Además, todos los meses iba a la sepultura familiar para contarle todo lo que sucedía.

Rendir culto a los antepasados me satisfacía, sentía que estaba cumpliendo con mi deber de cuidar a mis antepasados y mostrarles gratitud, y eduqué a Aiko para que hiciera lo mismo. Por eso me horroricé cuando me dijo que ya no volvería a participar en el culto a los antepasados y que tampoco me lo rendiría cuando yo muriera. ‘¿Cómo pude criar a una hija así —me preguntaba—, y cómo podía convertirse a una religión que enseñaba a la gente a ser tan ingrata con sus antepasados?’ Durante los siguientes tres años me sentí muy triste.

El bautismo de Aiko como testigo de Jehová fue una ocasión crucial en mi vida. Una amiga suya, también Testigo, sorprendida por mi ausencia en ese acontecimiento, le dijo que me visitaría. Aunque yo estaba furiosa, la recibí bien, porque así lo dictaban las reglas de cortesía que tan arraigadas estaban en mí. Por la misma razón, cuando expresó que regresaría la siguiente semana, no pude negarme. Sus visitas se repitieron semana tras semana, y me irritaban tanto, que al principio no aprendí nada de lo que me decía. Pero poco a poco aquellas conversaciones me hicieron pensar.

Empecé a recordar cosas que mi madre decía. Aunque deseaba que se le honrara después de muerta, no estaba convencida de que hubiera vida después de la muerte. Decía que era en vida cuando los padres esperaban que sus hijos fueran amables con ellos y les hablaran con cariño. Al leer textos como Eclesiastés 9:5, 10 y Efesios 6:1, 2, y ver que eso era precisamente lo que la Biblia animaba a hacer, sentí como si me quitaran una venda de los ojos. La Biblia también coincidía con otras enseñanzas que mi madre me había inculcado, por ejemplo, que mi sí debería ser siempre sí, y mi no, no. (Mateo 5:37.) Sentí curiosidad por saber qué más enseñaba la Biblia, y acepté estudiar regularmente.

Conforme adquiría conocimiento de la Biblia, la tristeza y la frustración que había sentido casi durante toda mi vida fueron disipándose. Después, al asistir a las reuniones de los testigos de Jehová, quedé profundamente impresionada; parecía otro mundo. La gente era sincera, bondadosa y amigable, y mi corazón respondió. Lo que más me conmovió fue enterarme de la misericordia de Jehová y que perdona amorosamente a todos los pecadores que se arrepienten. Sí, sabía que él perdonaría todos mis errores del pasado y me ayudaría a empezar una nueva vida.

Cambios en mi vida

Aunque deseaba servir a Jehová, estaba muy vinculada al mundo del espectáculo. Para entonces ya tenía más de 50 años, pero todavía actuaba. Además, era la instrumentista principal y una de las dos personas que organizaron a los músicos de shamisen cuando Danjuro Ichikawa interpretó Sukeroku en el teatro Kabukiza. Si yo me retiraba no habría nadie para reemplazarme, pues muy pocos ejecutantes de shamisen pueden proporcionar el acompañamiento de estilo katoubushi que se requiere para la obra Sukeroku. Me sentía atrapada.

No obstante, un Testigo de edad avanzada, que también se dedicaba a un tipo de espectáculo tradicional japonés, me preguntó por qué pensaba que debía retirarme. “La gente tiene que trabajar para ganarse la vida”, dijo. Él me ayudó a ver que lo que hacía no era contrario a las Escrituras, y que podía servir a Jehová y continuar con mis actuaciones.

Por un tiempo continué en el Kabukiza, el teatro más importante de Japón. Cuando las actuaciones empezaron a coincidir con las noches de reunión pedí que me sustituyeran en esas actuaciones; poco después, el horario de reuniones cambió y me fue posible compaginar ambas cosas. Aun así, para llegar a tiempo a las reuniones, muchas veces pedía que un taxi me esperara a la salida para abordarlo en cuanto terminara el espectáculo en lugar de descansar en compañía de los demás actores, como era la costumbre. Finalmente decidí retirarme.

Por aquel entonces llevábamos mucho tiempo ensayando para una gira de seis meses por las principales ciudades de Japón. Hablar de marcharme en esos momentos habría creado muchos problemas. Por eso, sin mencionar mis intenciones, empecé a preparar a otra persona para que me sucediera. Cuando terminamos la gira, expliqué a todos que había cumplido con mi deber y que me retiraba. Algunos se enojaron, otros me acusaron de ser engreída y de querer causarles dificultades. No fue fácil, pero me mantuve firme, y finalmente, tras cuarenta años de actuaciones, me retiré. Desde ese tiempo estoy dando clases de shamisen, lo cual me proporciona algunos ingresos.

Trato de vivir en conformidad con mi dedicación

Unos años antes había dedicado mi vida a Jehová Dios, y me bauticé el 16 de agosto de 1980. Actualmente siento una profunda gratitud por lo que Dios ha hecho por mí. Me veo un poco como la samaritana del relato que se halla en Juan 4:7-42: Jesús le habló con bondad, y ella se arrepintió. De manera similar, Jehová, que “ve lo que es el corazón”, me indicó bondadosamente el camino, y gracias a su misericordia, he podido empezar una nueva vida. (1 Samuel 16:7.)

En marzo de 1990, a punto de cumplir los 68 años, inicié mi servicio de precursora, como se llama a los ministros de tiempo completo de los testigos de Jehová. Aiko también es precursora, al igual que sus tres hijos, quienes sí llegaron a ser lo mismo que su madre, en conformidad con el proverbio japonés: “La hija de una rana es una rana”. El esposo de Aiko es anciano cristiano. Considero que es una gran bendición estar rodeada de mi familia, toda ella andando en la verdad, y de amorosos hermanos y hermanas espirituales en la congregación.

Aunque estoy agradecida a mis antepasados, mi mayor gratitud es para Jehová, quien ha hecho más por mí de lo que jamás habría podido hacer ningún ser humano. Lo que más le agradezco es su gran misericordia y consuelo, que me inducen a desear alabarlo por toda la eternidad.—Relatado por Sawako Takahashi.

[Ilustración de la página 19]

Ensayando, a los ocho años

[Ilustración de la página 20]

Con mi madre adoptiva

[Ilustración de la página 21]

Mi hija era el orgullo de mi vida

[Ilustración de la página 23]

Ante este altar familiar rendía culto a mi madre

[Ilustración de la página 24]

Con mi hija, su esposo, y mis nietos

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