‘Esto solo es temporal’. Mi vida con una enfermedad renal
Aún recuerdo aquel día de principios de enero de 1980 como si fuera ayer. Mi madre me había pedido que fuera a la tienda a comprar pan y, cuando estaba a punto de salir de casa, sonó el teléfono. Era el médico que llamaba para darnos los resultados de mis análisis. De pronto, mamá rompió a llorar. Entre sollozos, me comunicó las malas noticias. Los riñones me estaban fallando. Me quedaba un año, a lo sumo dos, de función renal. El médico tenía razón: un año después tuve que someterme a diálisis.
NACÍ el 20 de mayo de 1961, y fui el primero de seis hijos. Cuando tenía unos seis meses, mi madre notó algo de sangre en la orina de mis pañales. Después de muchas pruebas se me diagnosticó el síndrome de Alport, una enfermedad congénita poco común que, con el tiempo, y por razones desconocidas, provoca insuficiencia renal en muchos varones. Como ni a mis padres ni a mí nos hablaron nunca de ese desenlace, no pensaba que acabaría así.
En el verano de 1979, noté que por la mañana mi aliento olía un poco como a amoníaco. No me preocupé demasiado, pero entonces empecé a sentirme cansado. Pensé que simplemente se debía a que no estaba en buena forma física, así que tampoco le di mucha importancia. En diciembre me hice el reconocimiento médico anual y, en enero, recibí la llamada telefónica mencionada al principio.
Mientras conducía hacia la tienda —al fin y al cabo mi madre seguía necesitando el pan— estaba conmocionado. No podía creer que aquello me estuviera sucediendo a mí. “¡Solo tengo 18 años!”, exclamé. Me aparté a un lado de la carretera y me detuve. Empecé a darme cuenta de la gravedad de la situación.
“¿Por qué yo?”
Sentado allí en el automóvil, me puse a llorar. Con lágrimas corriéndome por el rostro, dije: “¿Por qué yo, Dios mío? ¿Por qué yo? Por favor, no permitas que mis riñones dejen de funcionar”.
Conforme transcurrían los meses de 1980 me sentía cada vez peor, y mis oraciones, entre sollozos, eran más y más desesperadas. Para finales de aquel año ya perdía el conocimiento y vomitaba con frecuencia debido a las toxinas acumuladas en la sangre; los riñones estaban fallando y ya no podían filtrarlas. En noviembre fui por última vez de acampada con unos amigos, pero me encontraba tan mal que estuve todo el fin de semana sentado dentro del automóvil y tiritando, pues no conseguía entrar en calor de ninguna manera. Finalmente, en enero de 1981, sucedió lo inevitable: los riñones dejaron de funcionar totalmente. Era cuestión de empezar con la diálisis o morir.
La vida con la diálisis
Unos meses antes, el médico de cabecera me había hablado de un nuevo tipo de diálisis que no requiere agujas y que limpia la sangre dentro del cuerpo. Se llama “diálisis peritoneal”. Como yo tengo una gran aversión a las agujas, enseguida me atrajo el procedimiento, que ya era una alternativa viable para algunos pacientes con necesidad de diálisis.
En el cuerpo tenemos una membrana llamada “peritoneo”, que puede funcionar a modo de riñón artificial, es decir, como filtro para limpiar la sangre. Es transparente, de superficie lisa y forma un saco alrededor de los órganos digestivos a la vez que se pliega sobre sí misma y recubre la mayor parte de ellos. El lado interno de esta membrana reviste un espacio denominado “cavidad peritoneal”.
La diálisis peritoneal funciona de la siguiente manera: A través de un catéter (tubo) implantado quirúrgicamente en la parte baja del abdomen, se introduce en la cavidad peritoneal un líquido especial dializante. Dicho líquido contiene dextrosa y, por ósmosis, los productos de desecho y fluidos residuales de la sangre atraviesan el peritoneo y pasan al líquido dializante introducido en la cavidad peritoneal. De esta forma, los desechos que normalmente se eliminarían en la orina se acumulan en el líquido dializante. Cuatro veces al día debe extraerse el líquido sucio e introducir una nueva solución limpia en la cavidad peritoneal, proceso que toma alrededor de cuarenta y cinco minutos. Es parecido a un cambio de aceite —se extrae el usado y se introduce el nuevo—, y el fin es el mismo: prolongar la vida del motor (el organismo) y contribuir a su buen funcionamiento.
A principios de enero de 1981 me implantaron el catéter en el lado derecho del bajo vientre y, a continuación, estuve dos semanas aprendiendo y practicando el procedimiento. Si este no se lleva a cabo de la manera adecuada —utilizando una técnica estrictamente aséptica— puede presentarse una peritonitis, es decir, una grave infección del peritoneo potencialmente mortal.
En el verano de 1981, unos seis meses después de haber empezado con la diálisis peritoneal, mis padres recibieron otra llamada telefónica que iba a tener un profundo impacto en mi vida.
En busca de un riñón
Mi nombre había estado en la lista nacional para un trasplante de riñón desde enero de 1981.a Yo esperaba que con un trasplante mi vida volvería a ser como antes. Poco imaginaba lo que iba a suceder.
A mediados de agosto recibimos una llamada telefónica para decirnos que había aparecido un donante. Tan pronto llegué al hospital, alrededor de las diez de la noche, me tomaron muestras de sangre para asegurarse de que era un receptor idóneo para el trasplante. El riñón lo ofreció la familia de un joven que había fallecido horas antes en un accidente.
Se programó la operación para la mañana siguiente. Pero antes de ejecutarla había que tratar una cuestión de gran importancia, pues soy testigo de Jehová y mi conciencia educada por la Biblia no me permite aceptar transfusiones de sangre. (Hechos 15:28, 29.) Aquella misma noche vino a verme el anestesiólogo y me instó a que consintiera en que hubiera sangre disponible en el quirófano, solo por si acaso. Me negué.
“¿Y qué quieres que haga si algo va mal? ¿Dejarte morir?”, preguntó.
“Haga todo lo que tenga que hacer menos ponerme sangre, pase lo que pase.”
Cuando él se marchó entraron los cirujanos. Les expuse lo mismo y me sentí aliviado cuando me dijeron que estaban dispuestos a operarme sin sangre.
La operación duró tres horas y media, y no hubo complicaciones. El cirujano dijo que perdí muy poca sangre. Al despertar en la sala de recuperación sentí de pronto tres cosas: primero hambre y sed, y luego dolor. Pero todo pasó a un segundo plano cuando vi una bolsa en el suelo llenándose de un líquido amarillo rosado. Era orina de mi nuevo riñón. ¡Por fin eliminaba orina! Qué alegría sentí cuando me quitaron el catéter de la vejiga y pude orinar como todo el mundo.
Pero mi gozo duró poco. Dos días después recibí noticias deprimentes: mi nuevo riñón no funcionaba. Tenía que volver a someterme a diálisis con la esperanza de que aquello diera tiempo al nuevo riñón para empezar a funcionar. Estuve en diálisis durante varias semanas.
Estábamos a mediados de septiembre y llevaba casi un mes hospitalizado. Como el hospital se encontraba a 80 kilómetros de mi casa, a mis hermanos cristianos les resultaba difícil visitarme. Echaba mucho de menos mi congregación. Recibía grabaciones magnetofónicas del programa de las reuniones, pero cuando las escuchaba se me hacía un nudo en la garganta. Pasé muchas horas de soledad hablando con Jehová Dios en oración, pidiéndole fuerzas para seguir aguantando. Entonces no lo sabía, pero me esperaban pruebas aún más difíciles.
No temía morir
Habían transcurrido seis largas semanas desde el trasplante y ya era muy obvio que mi organismo había rechazado el riñón: tenía el abdomen exageradamente hinchado. Los médicos me dijeron que había que sacar el riñón trasplantado. Volvió a surgir la cuestión de la sangre. Me dijeron que esta vez la operación era aún más peligrosa porque tenía el recuento sanguíneo muy bajo. Con paciencia, aunque con firmeza, les expliqué mi postura bíblica y finalmente consintieron en operarme sin sangre.b
Después de la operación, todo fue rápidamente de mal en peor. Estando todavía en la sala de recuperación, los pulmones empezaron a llenarse de líquido. Tras toda una noche de diálisis intensa, me sentí un poco mejor. Pero dos días después se me volvieron a llenar los pulmones de líquido. Tuve que someterme a otra noche entera de diálisis. No recuerdo mucho de aquella noche, solo a mi padre, junto a mí, diciéndome: “Respira otra vez, Lee. Vamos, puedes hacerlo. Otra vez. Muy bien, sigue respirando”. Estaba muy cansado, como nunca lo había estado. Solo quería que todo terminase y despertar en el nuevo mundo de Dios. No temía morir. (Revelación [Apocalipsis] 21:3, 4.)
A la mañana siguiente mi estado era grave. El hematócrito —porcentaje de hematíes en la corriente sanguínea— me había bajado a 7,3 —lo normal es más de 40—. Los médicos no veían mi estado con optimismo. Varias veces procuraron convencerme de que aceptara una transfusión de sangre pues, según ellos, era imprescindible para mi recuperación.
Me trasladaron a una unidad de cuidados intensivos y el hematócrito me bajó a 6,9. Pero, con la ayuda de mi madre, poco a poco fue subiendo. En casa, con una licuadora, hacía jugos de alimentos ricos en hierro y me los traía. Para animarme a beberlos ella también se los tomaba delante de mí. El amor de una madre por sus hijos es algo maravilloso.
Cuando me dieron de alta del hospital a mediados de noviembre, tenía un valor hematócrito de 11. A principios de 1987 empezaron a administrarme EPO (eritropoyetina), una hormona sintética que estimula la médula ósea para que aporte glóbulos rojos nuevos a la corriente sanguínea. Actualmente mi hematócrito es de aproximadamente 33.c
‘Esto solo es temporal, Lee’
Tuve que someterme a otras operaciones de cirugía mayor en 1984, 1988, 1990, 1993, 1995 y 1996, todas ellas como consecuencia de que los riñones dejaron de funcionar. Pensar que ‘esto solo es temporal’, me ha ayudado en todos estos años que he vivido con una enfermedad renal. Cualesquiera que sean nuestros problemas, físicos o de otra naturaleza, serán corregidos bajo el Reino de Dios en el venidero nuevo mundo. (Mateo 6:9, 10.) Cuando afronto una nueva dificultad y empiezo a sentirme desanimado, simplemente me digo: ‘Esto solo es temporal, Lee’, y eso me ayuda a colocar las cosas de nuevo en su debida perspectiva. (Compárese con 2 Corintios 4:17, 18.)
El año 1986 me tenía reservada la mayor de las sorpresas: contraje matrimonio. Yo creía que nunca me casaría. ‘¿Quién querría casarse conmigo?’, pensaba. Pero entonces apareció Kimberly. Ella vio al hombre que soy por dentro, no al que está consumiéndose por fuera. También reconoció que el estado en que me encuentro ahora solo es temporal.
Kimberly y yo nos casamos el 21 de junio de 1986 en nuestro Salón del Reino de Pleasanton (California). Como mi enfermedad es hereditaria, hemos decidido no tener hijos. Pero tal vez eso también sea temporal. Si es la voluntad de Jehová, en su nuevo mundo nos gustaría ser padres.
Tengo el privilegio de servir de anciano en la Congregación Highland Oaks de California, y Kimberly es evangelizadora de tiempo completo. Todo lo que pasé en 1981 hizo estragos en mi organismo y me dejó con muy poca resistencia. Desde entonces, mi hermana ha desarrollado una forma leve de síndrome de Alport, y a dos de mis hermanos, que padecen la enfermedad, les fallaron los riñones y tienen que someterse a diálisis. Mis otros dos hermanos gozan de muy buena salud.
Yo continúo con la diálisis peritoneal, y doy gracias por la movilidad que dicho tratamiento me permite tener. Miro al futuro con esperanza y confianza pues, al fin y al cabo, los problemas de hoy —incluidas las enfermedades renales— solo son temporales.—Relatado por Lee Cordaway, que falleció antes de imprimirse este artículo.
¡Despertad! no recomienda ningún tratamiento médico en particular. Este artículo no tiene el propósito de desaconsejar otros tipos de tratamiento, como la hemodiálisis. Toda terapia tiene sus pros y sus contras, y cada persona debe decidir según su conciencia, a cuál se someterá.
[Notas]
a Cada cristiano tiene que decidir por sí mismo si aceptará un trasplante o no. (Véase La Atalaya del 15 de septiembre de 1980, página 31.)
b Para más información sobre cirugía mayor sin sangre, véase el folleto ¿Cómo puede salvarle la vida la sangre?, editado por Watchtower Bible and Tract Society of New York, Inc., páginas 16, 17.
c Cada cristiano tiene que decidir por sí mismo si aceptará eritropoyetina o no. (Véase La Atalaya del 1 de octubre de 1994, página 31.)
[Ilustración de la página 12]
Con mi esposa, Kimberly
[Ilustración de la página 13]
(Para ver el texto en su formato original, consulte la publicación)
Cómo funciona la diálisis peritoneal
Hígado
Asas de intestino delgado
Catéter (por él se introduce la solución limpia y se extrae la sucia)
Peritoneo
Cavidad peritoneal
Vejiga