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  • g96 22/2 págs. 26-27
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  • Mi amiga del alma
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¡Despertad! 1996
g96 22/2 págs. 26-27

Mi amiga del alma

¿Quiénes son sus amigos? ¿Son todos de su misma edad? Lea el relato de una joven con una amiga que le lleva casi setenta años.

MI FAMILIA se mudó a Aberdeen (Escocia) hace nueve años, cuando yo solo era una niña de seis años. Me intimidaba el cambio de colegio y la necesidad de hacer nuevas amistades, pero hubo algo que me facilitó la transición. A la vuelta de casa vivía una ancianita conocida de mis padres. Cuando me la presentaron, no tardé en descubrir sorprendida que era una dama interesantísima, de ánimo juvenil y elegante vestir.

Al principio, vivimos en una casa alquilada, pero luego nos trasladamos a una vivienda propia que adquirimos a una milla de donde vivía tía Louie (la llamo tía en señal de respeto y afecto). Me dio pena mudarme, pues mi hermano y yo la visitábamos con frecuencia.

Sin embargo, como asistía a una escuela que estaba a la vuelta de la esquina de donde vivía tía Louie, todos los viernes, al salir del colegio, merendaba en su hogar antes de ir a la clase de baile tradicional escocés. Estas visitas se hicieron una costumbre. Llevaba un libro de cuentos, del que ella me leía mientras yo comía emparedados de pepino y bebía leche fría.

Recuerdo que las tardes de los viernes se me hacían eternas, esperando a que sonara la campana de las tres y media para salir corriendo a casa de tía Louie. Con ella aprendí lo interesante y amena que puede ser la gente mayor. La verdad es que ni me parecía vieja; en mi mente era muy joven. Conducía un automóvil y cuidaba de un hogar y un jardín que olían de maravilla: ¿qué más podía pedir una niña?

Tres años después, cuando yo cursaba el último año de primaria, tía Louie decidió mudarse a un apartamento porque ya no podía atender bien el jardín. Aún se me escapaba el concepto de la vejez. Me fastidiaba que su apartamento estuviera en un barrio diferente. Los viernes habían perdido gran parte de su encanto.

En 1990 tendría que cambiarme a la escuela secundaria. ¿Qué iba a hacer yo en una escuela tan grande? ¿Qué tal me iría? Tendría que asistir a un colegio distinto al de mis amigas, pues mi familia vivía en otra zona. Nuevamente, salió al rescate tía Louie, pues su apartamento estaba justo al lado de la nueva escuela. Le pregunté si podía ir allí a comer los emparedados del almuerzo. De esta forma, reanudé una costumbre muy valiosa.

Creo que fue para entonces cuando nuestra relación asumió un nuevo carácter: ya no era el trato entre una niña y una adulta, sino un intercambio en el que ambas disfrutábamos estando juntas. El cambio se hizo patente en muchos aspectos; uno de ellos fue que dejó de leerme cuentos y empezamos a leer juntas clásicos tales como Jane Eyre, Villette, Orgullo y prejuicio y La dama de blanco. Habían madurado mis gustos.

Aprendí de tía Louie que amar a las personas es un difícil arte. De no ser por ella, seguramente habría tardado muchos años en comprender este hecho. Me ha enseñado una habilidad que muchas personas, tanto jóvenes como mayores, no acaban de dominar en este mundo tan ajetreado: saber escuchar. Me acurruco en el sofá mientras ella me relata sus vivencias. Me cautiva todo el conocimiento que tiene esta ancianita.

Tía Louie ha renunciado a muchas cosas —el matrimonio, los hijos, una carrera— para cuidar de sus padres y su tía, víctimas de graves dolencias. De este modo, su hermano menor ha podido permanecer en el ministerio de tiempo completo.

En los últimos dos años su salud ha flaqueado; veo muy bien lo frustrante, difícil y dolorosa que es la vejez. No hace mucho, cuando tenía ya 84 años, tuvo que dejar de conducir, algo que la incomoda sobremanera. Está acostumbrada a llevar una vida activa, por lo que se desespera al verse recluida en su hogar. Se esfuerza por no pensar que es una carga para los demás, pero, aunque le digamos vez tras vez que la queremos y que haríamos cualquier cosa por ella, se siente culpable.

Su descontento se agrava porque se le hace difícil bañarse y vestirse. Aunque ha ayudado a otras personas en estos menesteres, para ella es todo un suplicio necesitar esta asistencia. Esto me ha enseñado que aunque la gente no se valga por sí misma, todavía merece que la respetemos.

Pero, sobre todo, comprendo mejor lo que encierra la vejez. Cada pérdida de autonomía de tía Louie me hace llorar; especialmente cuando la veo exasperada o adolorida, me entran ganas de llorar sin parar. Lo que más lamento es que no todos los muchachos más jóvenes que yo puedan aprovechar su gran sabiduría.

A veces me pregunto si hago suficiente por ella. ¿Disfruta tanto conmigo como yo con ella? ¿Me quiere tanto como yo la quiero? Pero al ir a almorzar a su casa, las dudas se disipan.

Para mí es un privilegio ser su amiga. Me ha enseñado muchas virtudes, pero sobre todo a amar. No cambiaría su amistad por la de cien amigos de mi edad. Aunque pronto dejaré de ir a la escuela y ya no podré comer el almuerzo en su apartamento, nunca dejaré de querer ni de visitar a mi querida amiga para ayudarla. Me ha enseñado que la persona que antepone el bienestar del prójimo al suyo propio vive feliz y realizada.—Contribuido.

[Ilustración de la página 26]

Con tía Louie

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