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¡Despertad! 1994
g94 22/1 págs. 25-27

“La ciudad que abundaba en gente”

TOKIO, São Paulo, Lagos, Ciudad de México y Seúl encajan en esta descripción, si bien es cierto que el profeta Jeremías no se refería a ninguna de ellas, sino a Jerusalén, poco después de que los babilonios la destruyeron en el año 607 a.E.C. (Lamentaciones 1:1.)

Con una población mundial que ronda los cinco mil quinientos millones de habitantes, no resulta difícil encontrar ciudades que abunden en gente. Durante el último medio siglo ha habido una inequívoca tendencia hacia las macrociudades. Mientras que en 1950 solo siete ciudades del mundo alcanzaban los cinco millones de habitantes, se calcula que para finales de siglo al menos veintiuna ciudades tendrán más de diez millones de habitantes, entre ellas las cinco citadas al principio.

¿Cómo se hicieron tan grandes?

Las megalópolis se forman cuando los pobladores de las regiones rurales emigran a la ciudad en busca de trabajo y los habitantes de las ciudades se van a vivir fuera del casco urbano en busca de espacios amplios y alrededores más agradables. De ahí se trasladan a su lugar de trabajo en automóvil, tren o autobús. Estas periferias pronto forman junto con la ciudad una zona metropolitana.

Algunas ciudades ya eran megalópolis en su “adolescencia”. Tenochtitlán, la capital del Imperio azteca —hoy conocida como Ciudad de México— fue fundada hacia 1325. Para 1519, cuando llegaron los españoles, ya tenía una población cercana a los 300.000 habitantes.

No obstante, del mismo modo que hay personas cuyo peso aumenta al llegar a la mediana edad, otras ciudades aumentan de tamaño solo con el paso del tiempo. El origen de Seúl, sede de los Juegos Olímpicos de 1988, se remonta a tiempos precristianos, pero hace unos cincuenta años su población todavía era una décima parte de la actual. Hoy día es el hogar de casi una cuarta parte de los 43 millones de habitantes del país.

El nombre de Tokio, al igual que el de Seúl, significa “capital”. Es más, en el caso de Tokio, el significado literal es “capital oriental”. La ciudad se llamaba originalmente Edo, pero se cambió a Tokio en 1868, cuando se trasladó a ella la capitalidad, que hasta entonces tenía la ciudad más occidental de Kyoto. La región de Edo ya estaba poblada en épocas precristianas, pero el fundamento de la ciudad actual no se puso hasta 1457, cuando un poderoso guerrero edificó un castillo en este lugar. La ciudad propiamente dicha se fundó en el siglo XVII, y para mediados del siglo XIX contaba ya con más de un millón de habitantes. Tokio es hoy una ciudad moderna, y en cierta ocasión se dijo que se jactaba de poseer más luces de neón que ninguna otra urbe del mundo.

Otro ejemplo similar de megalópolis moderna radiante de encanto juvenil es São Paulo (Brasil). Sus amplias avenidas y rascacielos de estilo modernista le confieren una apariencia extraordinariamente joven para su edad, pues fue fundada por misioneros jesuitas portugueses en 1554. Durante este mes de enero sus habitantes, llamados paulistanos, celebran su 440 aniversario. São Paulo mantuvo pequeñas proporciones hasta la década de 1880, cuando el dinero de la recién nacida industria cafetera brasileña atrajo como un imán a inmigrantes procedentes de Europa y, más tarde, de Asia.

Los portugueses también desempeñaron un papel importante en la creación de una megalópolis en Nigeria: Lagos. Por supuesto, mucho antes de que los europeos llegaran, a finales del siglo XV, la región de Lagos estaba habitada por los yoruba, uno de los pueblos más numerosos y urbanizados de los trópicos. La ciudad fue un importante mercado de esclavos hasta mediados del siglo XIX. En 1861 Gran Bretaña se la anexionó, y en 1914 se convirtió en la capital de lo que era entonces una colonia británica.

“Lo grande ya no es lo mejor”

Lo grande tiene sus ventajas. Por lo general, cuanto más grande es una ciudad, mayores posibilidades tienen sus habitantes de vivir una enriquecedora vida social y cultural. Los factores económicos también favorecen el desarrollo de las grandes urbes, puesto que una población numerosa representa un considerable mercado y mayores posibilidades de empleo. Como un poderoso imán, los beneficios económicos de la ciudad atraen a los que creen que allí encontrarán su tierra de promisión. Pero cuando no encuentran trabajo y terminan viviendo en barrios bajos, tal vez mendigando para vivir, o cuando la escasez de vivienda adecuada los convierte en personas sin hogar, la amargura y la desilusión se apoderan de ellos rápidamente.

La revista National Geographic sostiene que lo muy grande es demasiado grande, y dice: “No hace muchos años las ciudades se enorgullecían de su crecimiento. Ser grande era positivo, y las mayores ciudades se vanagloriaban de ocupar una posición destacada en el mundo. Pero lo grande ya no es lo mejor. Ser hoy candidata al título de ‘ciudad más grande del mundo’ sería como decirle a un joven saludable que padece una grave enfermedad; quizás se pueda curar, pero no debe descuidarse”.

Impedir que la gente continúe afluyendo a las ciudades en cantidades incontroladas es prácticamente una tarea imposible. Por lo tanto, las megalópolis buscan diversas maneras de afrontar este reto: edificando hileras de bloques, todos igual de sombríos; erigiendo rascacielos cada vez más altos, o adoptando conceptos completamente nuevos. En Japón, por ejemplo, las compañías constructoras barajan la posibilidad de levantar enormes complejos de edificios subterráneos, lugares donde millones de personas podrían trabajar, comprar e incluso vivir. “Las ciudades subterráneas han dejado de ser un sueño —asegura un directivo de una empresa constructora—. Esperamos hacerlas realidad a principios del próximo siglo.”

Hasta desde una óptica material, lo grande no siempre es mejor. Los desastres pueden ocurrir, y de hecho ocurren, en cualquier sitio. Sin embargo, cuando suceden en las ciudades, la destrucción de la vida y de la propiedad es potencialmente mayor. Para ilustrarlo: Tokio ha sufrido graves desastres, tanto naturales como provocados por el hombre. En 1657 unas cien mil personas murieron en un terrible incendio, en 1923 una cifra similar pereció en un calamitoso terremoto y el posterior incendio, y es posible que hasta un cuarto de millón de personas perdieran la vida en los severos bombardeos de finales de la II Guerra Mundial.

En las ciudades se reflejan los problemas del mundo: la contaminación y la congestión del tráfico. Ambos quedan gráficamente ilustrados en Ciudad de México, que en cierta ocasión fue catalogada como “ejemplo de desastre urbano”. Más de tres millones de automóviles atestan las calles. Si a esto le añadimos las fábricas, que representan la mitad de la industria mexicana, la dosis de contaminación diaria es tal que, según un informe de 1984, “solo respirar se cree que equivale a fumar unas dos cajetillas de cigarrillos al día”.

Ciudad de México, por supuesto, no es un caso aislado. ¿Qué ciudad moderna industrializada no tiene contaminación y atascos de tráfico? En Lagos, la hora punta de tráfico se llama con mucho acierto el “vaya-despacio”. La ciudad se extiende sobre cuatro islas principales; los puentes que las unen con tierra firme no dan abasto con el creciente número de automóviles que atascan las calles, haciendo que prácticamente se detenga el tráfico. El libro La Tierra, un planeta para la vida llega a la conclusión de que ‘casi ha llegado el punto en que es más rápido desplazarse a pie’. ¿Casi?

Problemas aún más graves

Las megalópolis están plagadas de problemas todavía más graves. Además de la falta de vivienda, de las escuelas abarrotadas y de los hospitales sin suficiente personal, hay también aspectos psicológicos que considerar. El Dr. Paul Leyhausen, importante etólogo alemán, asegura que “muchas neurosis y desajustes sociales son una consecuencia, parcial o total, directa o indirecta, de la congestión urbana”.

Las megalópolis arrebatan a sus ciudadanos el sentido de comunidad, convirtiendo las ciudades en una masa de rostros anónimos. En medio de centenares de vecinos, un habitante de la ciudad puede sentirse solo, anhelar tener amigos y compañeros que no puede hallar por ningún sitio. El sentido de alienación que esta situación genera se hace peligroso cuando provoca que poblaciones multinacionales se disgreguen en grupos étnicos o raciales. Las desigualdades económicas o los actos de discriminación, sean reales o imaginarios, pueden llevar al desastre, como se pudo comprobar en Los Ángeles en 1992, cuando los estallidos de violencia racial causaron más de 50 muertos y 2.000 heridos.

El mayor peligro relacionado con la vida en la ciudad es la tendencia a excluir la espiritualidad. La vida en la ciudad es cara, por lo que sus moradores se absorben fácilmente en satisfacer las necesidades básicas. En ningún otro lugar hay tantas cosas al alcance de la mano que puedan llevar a la gente a descuidar lo verdaderamente duradero e importante. En ningún otro lugar existen más oportunidades de entretenimiento bueno, malo e indecente. Una falta de espiritualidad semejante fue lo que llevó a la destrucción de Jerusalén, la ciudad que abundaba en gente de la que habló Jeremías.

Lo que nos reserva el futuro

En vista de tan enormes dificultades, el libro La Tierra, un planeta para la vida asegura que “proporcionar un nivel de vida decente a los ciudadanos actuales —sin mencionar a las futuras generaciones— es una tarea que plantea algunos problemas aparentemente insolubles”. El solo hecho de atender las necesidades actuales ya “representa una carga insoportable para el medioambiente y la sociedad”. Y contemplando las perspectivas futuras, añade: “Presuponer que se habrá resuelto cuando la población urbana se haya triplicado es confundir los deseos con la realidad”.

Sin lugar a dudas, las ciudades están en apuros. Y las megalópolis, debido a su tamaño, mucho más. Sus enfermedades han contribuido a llevar al mundo al lecho de muerte. ¿Existe alguna curación?

Las megalópolis nos afectan. Incluso las ciudades más pequeñas pueden influir en nosotros, algunas de manera desproporcionada en relación con su tamaño. Como ejemplo de ello, examine las ciudades de las que se hablará en el próximo número.

[Fotografía en la página 25]

Lagos, una ciudad que abunda en gente

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